Y te llamé Viernes
Alicia Bermúdez Merino
Madrid - Spain
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Habías llegado a mis manos investido de la perfección implacable con que la Naturaleza meticulosa y paciente, ajena a la eventualidad tan probable de que su obra con tanto cuidado elaborada desde las puntas de las orejas hasta la última uña de un cuerpo diminuto no llegase a oír el mundo ni a ver la luz, había provisto a tu gatez a manos llenas.

Parecías perfectamente sano, pero no habían trascurrido veinticuatro horas cuando las cosas empezaron a ir mal.

Te envolví en una toalla y te llevé a Mediterráneo explicando no quiere comer, gime y lloriquea cada tres horas pero cuando le pongo el biberón en la boca succiona un par de veces, se para, grita y manotea con desesperación y no hay manera de hacer que tome ni una gota más.

Curiosamente los gritos cesaban si desistía yo en mi afán y, apoyado contra mi pecho, te serenabas y como si estuviera perfectamente saciado tu respiración volvía a ser tranquila y acompasada y dormías, allí, en tu caja y tu toalla.

Cuando la escena idéntica se repitió por tres veces, o cuatro, y resultó evidente que si no era forzándote no te ibas a alimentar, es cuando te envolví en la toalla y te llevé a urgencias.

No parecía que padecieses dijo la veterinaria ningún mal irreparable, mira – me dijo – cómo tiene de hinchada la barriga, serán gases.

Ya – le contesté – pero cuando le doy masaje para que los expulse grita más.

Ten paciencia.

Tengo mucha paciencia con los animales.

Otras veinticuatro horas con el mismo panorama y, al ir a darte – o a intentarlo – tu toma de las cinco de la madrugada, el cuadro era desalentador y el aspecto tuyo muy distinto del que a pesar de todo habías mostrado, vital y enérgico, hasta apenas tres horas atrás.

Supe que ibas a morir sin remedio, pero no quise dejar que sucediera sin haberte prestado un último socorro y volví a la clínica; el veterinario de guardia dijo que estabas muy frío, pero que en un cuerpecito tan pequeño no podía hacerse nada…

Le dije que había querido obligarte, que te había metido alimento con una jeringuilla y a regañadientes; él respondió que esos casos se corre el riesgo de que una gota se vaya por mal camino y se produzca neumonía y que, por si eso había ocurrido y a la vista de que la respiración estaba siendo dificultosa y débil, iba a ponerte una inyección para que ventilases mejor y, además, ayudara a que expulsases la posible maldita gota. No le confesé entonces que, en mi afán por meter vida en tu cuerpo, te había abierto la boca y soplado dentro…

¿Y si te perjudiqué?

¿Y si al soplar empujé más la gota hacia adentro?

¿Y si las muy buenas intenciones pueden muchas veces resultar desastrosas?

Me hice estas preguntas ya en casa mirándote debatirte por tu vida con uñas – que habían sabido demostrar cómo habían aprendido a clavarse – y unos dientes que jamás llegarían siquiera a apuntar; pensando para qué ese esfuerzo, para qué ese afán tuyo por seguir respirando una vez y quizás otra y aun puede que la siguiente en busca de la plenitud y del logro de unos bigotes que, ya, para qué…

Pero investido de toda la sabiduría con que la Naturaleza había sabido tan a manos llenas proveerte no escuchaste con tus oídos, todavía cerrados, mis pensamientos.

Ni viste con tus ojos, cerrados aún también, las lágrimas mías.

Y seguí yo diciéndote en mi mente hazme caso; sé sensato y no des tanta importancia a tu existir en un mundo en el que lo que interesa es la macroeconomía, el PIB y los índices bursátiles y los intereses de mercado; un mundo movido por veleidades muy concretas que quitan el sueño a los reyes y reinas de una Creación que gastó menos largueza con ellos que con vosotros y los dejó en manos del albur que los empuja a perseguir, ciegos y sordos, esclavizados por sus prisas y sus inquietudes, unas metas en las que ninguno de los seres tan insignificantes como tú vais a tener arte ni parte…

Y en los minutos que trascurrieron hasta que terminaron tu vida y tu lucha seguiste ajeno a todo y obstinado en ser el centro del pequeño Universo en el que habita toda la sabiduría de la Naturaleza que, paciente y perfeccionista y laboriosa, se esmeró en detalles tan mínimos como unos orificios de la nariz sumamente pequeños, y un color rosado en el hocico, y un cordón umbilical que tu madre – con toda la sabiduría de que la Naturaleza supo proveer a su gatez a manos llenas – supo cortar y allí estaba, seco ya, sin haber llegado a tener tiempo de caerse.

La primera noche, en Mediterráneo, la auxiliar preguntó cómo se llama para hacer la ficha.

Dije Viernes porque te había recibido el viernes – de Dolores por cierto, concretamente – y era un nombre que lo mismo le iba a servir, cuando fueses mayor, a un macho que a una hembra.

5 de febrero de 2008

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Date: Mar 6 2024 20:25 UTC
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Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo. No tengo formación académica.

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