Elogio del silencio
Alicia Bermúdez Merino
Madrid - Spain
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Los animales no hablan, cada especie se comunica con sus congéneres por medio de los sonidos – y los gestos, claro – propios de su especie, pero no hablan; más allá de los que emiten dando a entender que quieren aparearse, o para llamar a sus crías, o para alertar de algún peligro, de sus bocas, o de sus picos, no salen palabras que den cuenta a sus familiares o amigos de cómo se sienten, o qué opinan, o cuáles son sus planes para el futuro.

Bien es verdad que porque no piensan – o sí, pero vaya nadie a saber qué hay en la cabeza de un perro, o de un gato, o de un salmonete o de un estornino – pero, ¿es razón suficiente que los humanos si pensemos para hablar tanto como hablamos?

Se puede argumentar que porque los humanos somos seres sociables. Pero hay muchas especies de animales que también lo son, y sin embargo callan, con perfecta naturalidad y sin aparente esfuerzo, sin tener que morderse la lengua porque tal o cual cosa que pueda decirse – y que es un decir, ya que decir no pueden – vaya a molestar, o ser mal interpretada o, sencillamente, porque consideren que el expresarla es del todo innecesario y no va a aportar nada de interés a quien pueda escucharlo ni aún en el caso de que hablen el mismo idioma.

Los humanos no.

Los humanos informamos a quien nos venga a mano de que tenemos frío, o una gotera en el baño, o de que se nos ha averiado la lavadora; también de a qué lugar iremos de vacaciones o de que – y ahí pueden empezar los problemas por absurdo que parezca – nos gusta mucho el arroz con leche pero aborrecemos los calamares en su tinta.

Parece muy inocente, sí; pero de la manera más tonta del mundo las cosas se lían, de a poquitos pero se lían, y no por causa propiamente del arroz ni de la leche ni de los calamares ni de la tinta, sino porque a lo mejor resulta que al interlocutor le sucede justo al revés y protesta escandalizado que cómo te puede gustar el arroz con leche o que eso lo dices porque no has probado sus calamares, que se salen por cierto de maravilla.

Y te da la receta con su poquito de esto y de lo otro y su pizquita de…

Y el otro escucha, con educación pero sin ganas ni la más remota intención de cocinarlos bien porque – insiste – no le gustan o porque (y lo dice) no le gusta cocinar y, en tal caso, el otro, pues que “ah qué suerte, tienes quien te lo dé hecho”.

Y así, como quien dice sin sentir ni echar cuenta de unas consecuencias que pueden dar mucho de sí y algún disgusto, uno empieza a largar que si vive solo y suele comer de cafetería y que si por la noche se las arregla con un bocadillo y una fruta o una ensalada que, por cierto – he ahí un nuevo peligro con el que no se contaba –, al cobaya le encanta la lechuga y le pone una hoja.

Ello da lugar a que “ah, tienes un cobaya”. Y el otro, lo que son las cosas, pues que un hurón.

Y el que tiene el hurón que jamás tendría un cobaya, y el que tiene un cobaya que nunca…

Aunque cabe la posibilidad de que los dos tengan la misma mascota – bueno, cada uno la suya pero de la misma especie –, y entonces muy bien; o no tienen mascota, ninguno, y también muy bien.

De manera que, bueno, parece que congenian.

Y cómo parece que congenian la siguiente vez que se encuentran intercambian una sonrisa y se interesa cada uno por las pequeñas cotidianidades del otro.

Pero llega un día que sin motivo aparente uno está menos comunicativo, por lo que sea, pero no tiene ganas de sonreír ni de hablar del cobaya o el hurón ni de comunicar a nadie que tiene o no tiene una gotera ni, tampoco, explicar por qué le parece absurdo y pérdida de tiempo el gastar palabras y saliva en decir cosas que en realidad no importan. O importan, sí, con toda la importancia que tienen todos los avatares pequeños o grandes del cada día para ser remanso, respiro ocasional que libera, mientras dura, de la angustia que de verdad es el meollo de la vida.

Y se comete el grave error a veces de intentar explicar ese cúmulo de sentimientos, indefinidos, que atormentan; y el más grave aún de, pese a (por eso que solemos llamar experiencia pero que tan poquito nos aprovecha) saber que es soñar con un imposible, esperar que quien nos escucha nos comprenda.

Los animales tendrán, sí, sus problemas, pero tienen también la enorme suerte de saber, sin haberlo aprendido en ningún libro, que cada ser vivo ha de gestionarse su propia vida y no hacer partícipe a ningún otro ni de alegrías ni de tristezas ni de opiniones que en tantas ocasiones dan lugar a desencuentros y desencantos.

¿Por qué, tan racionales, nos es tan imposible a los humanos encontrar un camino que nos conduzca a ser tan inteligentes como los animales?

¿Por qué nos está vedada la virtud del saber callar igual que ellos?

¿Por qué no sabemos guardar, a muy buen recaudo, eso que tan pronto es nombrado desaparece?

4 de mayo de 2019

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Date: Oct 9 2023 12:13 UTC
Author: Valentina Luján
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Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo. No tengo formación académica.

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