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Innovación tecnológica y su efecto disruptivo en derechos de autor

La masificación de la imprenta popularizó la venta de libros a partir del siglo XVI, poniendo de manifiesto que el monopolio de la impresión en Reino Unido, otorgado a la Stationer’s Company, no favorecía a los autores, ya que no recibían una remuneración adecuada por la explotación de sus obras. De lo anterior, y la necesidad de poner freno al control y censura estatal de las publicaciones, surgió el Estatuto de Ana en 1710, considerada la primera ley de derechos de autor.

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La invención de la fotocopiadora en 1938 también generó problemas evidentemente, y ya se planteó entonces la responsabilidad de los fabricantes y propietarios de las mismas por la realización de copias ilícitas, que luego se volvería a repetir con los sistemas de vídeo doméstico. En 1984, el Tribunal Supremo de EE.UU. falló a favor de Sony frente a Universal Studios y Disney, reconociendo que la grabación de contenidos por parte de particulares para su posterior visualización era legal, y que estos sistemas no podían ser intrínsecamente ilícitos, lo que permitió su crecimiento y, con él, la generación de un nuevo mercado para la industria del cine.

Herramientas P2P y derechos de autor

La doctrina del caso anterior se revisó a la vista de las herramientas P2P, lo que tampoco impidió que se siguieran utilizando incluso hasta ahora. Pero, en todo caso, la normativa se ha ido progresivamente adaptando, siempre lógicamente más tarde que los avances tecnológicos (en España, hasta 2015 no se incluyó en el Código Penal un tipo específico para las páginas webs que incluían listados de enlaces para la descarga o visualización de obras no autorizadas), para impedir la lesión de estos derechos.

El uso de herramientas de inteligencia artificial plantea problemas que derivan de la explotación comercial de contenidos de terceros en el proceso de entrenamiento. No cabe duda de que estas herramientas se han nutrido de fuentes, públicas o privadas, y de hecho hay pruebas (por ejemplo, las aportadas por The New York Times en su demanda contra OpenAI y Microsoft) de que incluyen obras protegidas sin autorización.

En principio, la existencia de infracciones en este punto no ofrecería dudas, ya que dichos usos difícilmente podrían considerarse legítimos por la doctrina del fair use (en sistemas anglosajones), inocuos o de buena fe (en derecho continental), por cuanto se han utilizado enormes volúmenes de contenido, afectaría a la explotación normal de la obra y causa un perjuicio a sus titulares.

Inteligencia artificial y propiedad intelectual

La inteligencia artificial puede alterar la forma de acceso a los contenidos, por ejemplo, para medios de comunicación, la generación o alteración de obras a partir de creaciones de terceros, causando un perjuicio económico o incluso moral tanto a autores como a editoriales o productores.

De hecho, el Reglamento de Inteligencia Artificial, aprobado recientemente, señala que el uso de contenido protegido por los derechos de autor en los procesos de entrenamiento requiere autorización de sus titulares, salvo que se apliquen las excepciones o limitaciones legales correspondientes. En particular, las establecidas en la Directiva (UE) 2019/790 sobre derechos de autor y derechos afines en el mercado único digital (en España transpuesta por Real Decreto-ley 24/2021), que permite la extracción de textos y datos con fines de investigación, educativos o de conservación del patrimonio cultural. En el resto de los casos, se permitirá salvo que el titular incluya una reserva de derechos (en la práctica, el bloqueo de los bots que rastrean los contenidos de Internet). No se prevé remuneración o compensación por estos usos bajo dichas excepciones o limitaciones.

En relación con los usos que requieren autorización, los permisos se obtendrán por medio de licencias negociadas con grandes proveedores de contenidos (bancos de imágenes, productoras musicales o audiovisuales), o bien con entidades de gestión de derechos de autor, lo que retomará los viejos problemas de reparto de derechos por parte de estas últimas.

Mayores dificultades plantea la protección de las creaciones hechas por medio de IA, en tanto el Convenio de Berna para la protección de obras literarias y artísticas (original de 1886, última enmienda en 1979), suscrito por prácticamente todos los países del mundo, parte de la base de que las obras deben ser creaciones humanas. La Oficina de Derechos de Autor de Estados Unidos, por ejemplo, aclara que cuando la obra es generada por la máquina a partir de instrucciones (prompts), no existe copyright, pero sí se pueden reconocer derechos cuando el autor seleccione o disponga contenidos generados por IA de forma creativa, sobre el conjunto y en la medida en que con ello se obtenga una obra singular y original, obviamente distinta, y con la protección circunscrita a aquello que ha aportado el autor. Todo ello sin perjuicio de que el uso de aplicaciones con IA o de cualquier tecnología en el proceso creativo, incluyendo la edición, no afecta al reconocimiento de los derechos de autor.

El mismo criterio debería aplicarse conforme a la legislación española

Del planteamiento anterior se podría distanciar Francia, a la vista de la Proposición de Ley núm. 1630. La norma parte de la premisa, en mi opinión cuestionable, de que la trazabilidad es posible, de modo que pueden identificarse las obras y autores utilizados, ya no sólo en el entrenamiento, sino en la generación de un concreto resultado. Y, con dicha información, la recaudación de las entidades de gestión por la explotación comercial de dichos resultados se repartiría entre los titulares de los derechos de las obras fuente. No parece que sea algo sencillo, dado que puede haber miles o millones de autores, titulares y obras implicadas en estos procesos, o ser desconocidos, lo que la norma resuelve con una solución de cierre clásica: el pago de una tasa por parte de los proveedores de herramientas de IA. Es decir, otro canon.

Además, se señala que aquellas obras generadas por inteligencia artificial sin intervención humana directa se considerarán obras derivadas, cuyos derechos corresponderán a los titulares de las obras utilizadas como fuente. No se define lo anterior, pero es de suponer que se trataría de los casos en los que la IA actúa de forma autónoma, esto es, sin prompts o instrucciones específicas para la obtención de un resultado concreto. El problema es que una obra derivada también debe legalmente satisfacer los requisitos de originalidad (por tanto, creadas por humanos), y esto realmente no sucede. Esta construcción se realiza para reforzar más la protección de los titulares de derechos y otorgarles otra vía de remuneración, pero no parece muy ajustada.

El enfoque deberá ser uniforme a nivel internacional, coherente con la normativa que heredamos, y no parece probable una solución como la anterior, o crear otras categorías bajo el derecho de autor.

🪧 Aviso: Los artículos de Tribuna reflejan la opinión de sus autores. SafeCreative no se identifica necesariamente con los puntos de vista expresados en ellos.
Javier Prenafeta
Javier Prenafeta
Actualmente, abogado y socio en 451.legal. Asesoramiento y defensa legal de la industria de contenidos audiovisuales, empresas de desarrollo y explotación de programas, servicios y soluciones informáticas, plataformas de e-commerce, operadoras de telecomunicaciones.

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