En Safe Creative hemos hablado ya bastante sobre derechos morales. Hemos explorado su papel en la integridad de la obra, en el reconocimiento autoral, en la decisión de divulgar y en su dimensión simbólica. También nos hemos detenido en los derechos patrimoniales, esos que permiten que una obra se reproduzca, se comunique, se adapte y, con suerte, le dé sustento a su autor. Pero hacía falta una visión más amplia: una que los enfrente, los compare y los muestre no como dos compartimentos estancos, sino como dos fuerzas complementarias que coexisten, a veces tensas, pero siempre necesarias. Este artículo intenta reunir lo que en otros artículos vimos por separado y recordar que detrás de cada obra no solo hay talento, sino también una arquitectura legal que la protege.
Un jueves de abril, en una sala del tribunal, se discutía si la escultura que había sido retirada durante la remodelación de un edificio público era simplemente mobiliario decorativo… o algo mucho más profundo. La sala estaba llena de papeles, planos, argumentos técnicos. Pero en el centro del caso estaba una pregunta más sencilla: ¿qué parte de una obra sigue siendo del autor, incluso cuando ya no le pertenece físicamente? Esa mañana me pregunté cuántos autores sabrían que tienen derechos sobre sus obras incluso después de haber firmado un contrato. Y cuántos, por desconocimiento, renuncian sin saberlo a lo único que nunca deberían perder: su nombre, su voz, su intención.
Dos fuerzas en escena
Derechos morales
El guardián invisible. No se venden, no se rinden, no caducan.
Fundamento legal: Artículo 14 de la Ley de Propiedad Intelectual.
Naturaleza: intransferibles, irrenunciables, inalienables.
Duración: se extinguen con la muerte del autor, salvo los derechos de paternidad, integridad y divulgación.
Función: protegen el vínculo personal entre el autor y su obra.
Facultades que incluye:
- Derecho de divulgación: decidir si la obra se da a conocer al público y en qué forma.
- Derecho de paternidad: determinar si se firma con nombre, seudónimo o de forma anónima.
- Derecho al reconocimiento: exigir que se reconozca la autoría de la obra.
- Derecho a la integridad: impedir alteraciones que perjudiquen al autor o a su reputación.
- Derecho de modificación: introducir cambios en la obra, respetando derechos adquiridos y patrimonio cultural.
- Derecho de retirada: retirar la obra del comercio por convicciones morales o intelectuales, indemnizando daños.
- Derecho de acceso: acceder al ejemplar único o raro de la obra para ejercer otros derechos morales.
Derecho Patrimonial
El negociador. Hacen que la obra viaje, genere ingresos y se transforme.
Fundamento legal: Artículos 17 a 23 de la Ley de Propiedad Intelectual.
Naturaleza: transferibles, negociables.
Duración: toda la vida del autor, y durante los 70 años posteriores a su muerte.
Función: permiten el aprovechamiento económico de la obra.
Facultades que incluye:
- Derecho de reproducción: fijar la obra en cualquier soporte (impreso, digital, sonoro, audiovisual…) para su reproducción total o parcial.
- Derecho de distribución (art. 19): poner ejemplares a disposición del público mediante venta, alquiler, préstamo u otra forma.
- Derecho de comunicación pública (art. 20): hacer accesible la obra al público sin distribución física de ejemplares (incluye radiodifusión, internet, exposiciones públicas…).
- Derecho de transformación (art. 21): autorizar adaptaciones, traducciones u otras modificaciones que generen obras derivadas.
También forman parte del ámbito patrimonial otros derechos económicos complementarios como el derecho de participación o el de compensación por copia privada.
Un malentendido demasiado común
Cuando se habla de «derechos de autor», lo primero que se piensa es en dinero: regalías, cesiones, streaming, publicaciones. Pero en realidad, el sistema legal de propiedad intelectual se apoya en una estructura dual que no siempre se enseña: por un lado, los derechos patrimoniales; por otro, los derechos morales. Los primeros son los más visibles: permiten explotar económicamente la obra. Son negociables y temporales. Con ellos, la obra viaja, se adapta, genera ingresos. Los segundos son más silenciosos, pero no por ello menos poderosos. Son intransferibles, irrenunciables y, en ciertos aspectos, perpetuos. Protegen la identidad creativa del autor: le permiten decidir si divulga o no su obra, exigir que se le reconozca como autor, o impedir que su obra se deforme, desvirtúe o manipule sin autorización.
Lo que el contrato no toca
Una ilustradora me dijo una vez: «pensé que al firmar con la editorial había perdido todo derecho. Me conformé con que me pagaran». Solo años después supo que nadie podía modificar su obra sin consultarle. Que su nombre no podía desaparecer de la portada. Que su estilo, su voz, no eran detalles técnicos, sino derechos protegidos por ley. Y es que ese es uno de los errores más frecuentes: creer que ceder derechos patrimoniales implica renunciar a todo lo demás. Pero no. Incluso si el autor cede la explotación, los derechos morales siguen siendo suyos. No se pueden vender, ni regalar, ni perder. Lo que está en juego aquí no es solo el reconocimiento público. Es también la integridad del mensaje, la fidelidad a una intención artística, el respeto a una visión que el autor ha materializado. Porque no todo vale cuando se trata de adaptar, transformar o reinterpretar una obra.
Dos fuerzas que se necesitan (y a veces se incomodan)
Hay una tensión inevitable entre estos dos bloques de derechos. El derecho patrimonial es el que permite que la obra circule. El derecho moral es el que exige que lo haga con respeto. El primero da acceso al mercado. El segundo pone límites. Y esa fricción, bien gestionada, no es un defecto: es el mecanismo que equilibra el sistema. ¿Puede una productora adaptar una novela a una película? Sí, si ha adquirido los derechos de explotación correspondientes. ¿Puede convertir una historia profunda y oscura en una comedia superficial, alterando su sentido y presentándola como una «versión libremente inspirada» sin consultar al autor ni respetar su visión original? No, al menos no sin consecuencias. El sistema legal prevé esta dualidad para evitar que el autor quede atrapado entre dos extremos: ser completamente invisible o tener un control absoluto que impida cualquier explotación. La clave está en la proporcionalidad, en el respeto mutuo y, sobre todo, en comprender los límites y las posibilidades de cada derecho.
Lo que casi nadie enseña (y por eso se olvida)
Hay algo paradójico en el derecho moral: es probablemente el más íntimo y, sin embargo, el más ignorado. En muchas escuelas de arte, en facultades de comunicación o en programas de formación creativa, se habla, cuando se habla, del derecho de autor en términos prácticos: cómo registrar una obra, cómo ceder derechos, cómo cobrar regalías. Lo tangible, lo mensurable. Pero lo moral, lo no negociable, queda en segundo plano. Tal vez porque no es fácil de cuantificar ni de enseñar. ¿Cómo se enseña a un creador que su nombre es un derecho? ¿Cómo se explica que una alteración sin consentimiento puede ser un daño legal y no solo estético? ¿Quién les dice que pueden defender su obra, incluso cuando ya no conservan el control sobre su explotación? El derecho moral no es solo una cláusula bonita para adornar códigos legales. Es la estructura que sostiene la autoría como algo más que una transacción. Sin él, el autor no desaparece… pero sí se diluye. Y con él, incluso una obra en manos de terceros conserva un hilo invisible que la sigue uniendo a quien la creó.
El equilibrio que hay que aprender a exigir
La propiedad intelectual no es solo una cuestión de contratos. Es también una cuestión de valores. De entender que en cada obra hay algo que puede negociarse… y algo que no. Y que ese «algo» es lo que hace que sigamos llamando al autor por su nombre, incluso cuando ya no está. El verdadero reto está en aprender a negociar sin perderse por el camino, en reconocer que el autor no solo tiene derechos económicos, sino también una voz que merece ser preservada, incluso cuando la obra entra en circuitos comerciales complejos. Por eso, más que mirar hacia el legislador, lo urgente es mirar hacia el entorno creativo, formar a los creadores y a quienes trabajan con sus obras: editores, productores, marcas, instituciones. Hacer circular el conocimiento. Cultivar una conciencia jurídica que permita a cada autor saber qué puede pedir, qué puede ceder y qué debe proteger. Porque si no lo sabe, alguien más tomará esas decisiones por él. Y no siempre en su favor.

