About the work
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Debía de ser a mediados de la década de los cincuenta — del siglo XX, claro — cuando viví lo que se me iba a quedar en la memoria para siempre como el primer desencuentro sonado con mi madre.
A juzgar por cómo recuerdo que era el barrio, con sus terraplenes y solares donde solíamos jugar, y el campito del canalillo y la calle Oquendo con su vivero en el lado izquierdo ― o derecho, en realidad, pues cuando construyeron le adjudicaron los números pares ―, y la paredilla blanca de los frailes en el contrario, yo no podía estar teniendo más de seis o siete años.
Eran tiempos de escaseces y las gentes se las arreglaban un poco como podían, abasteciéndose de cosas de comer procedentes de sus lugares de origen, supongo, ya fuesen adquiridas allí o cultivadas y criadas en huertos o corrales de sus familias.
El caso es que una vecina, a quien mi madre apodaba aunque nada mas utilizaba el mote dentro de nuestra casa y nadie más lo sabía la pelina, tenia, sobre el alfeizar de la ventana de su cuarto de baño, que quedaba justo enfrente de la de nuestra cocina, un animal desollado ―creo que era un cordero, o una oveja — nunca supe si crudo o en algo como salazón, del que iba cortando trozos un día y otro.
Eran gallegos, ella y el marido – apodado como es lógico el pelín –, así que seguro que era una carne mucho más rica que la que mi madre adquiría congelada en el mercado un día fijo a la semana o, si ese día no tenía dinero bastante, se esperaba a la semana siguiente y comíamos mientras algo más barato.
Una vez me peleé no sé por qué con la más pequeña de las pelincillas, que eran tres y, ésta, de mi edad o un poco menor, se llamaba María Jesús; y en la discusión recuerdo que le dije “mi madre dice que tu madre es una guarra porque pone en la ventana la carne sin tapar”.
Al rato, o al día siguiente, o cuando fuera, la madre se quejo a la mía de haber dicho de ella que era una guarra —y hasta ahí todo en orden — por tender en la cuerda la ropa sin lavar.
Esto era del todo inexacto o, si era cierto, mi madre no lo había mencionado jamás y, ella, mi madre, sin mediar dialogo ni pedirme ninguna explicación, me propino zapatillazos en el culo protestando que yo había dicho tal cosa a la pelincilla.
Soporte los zapatillazos sin demasiada aflicción en la confianza de que cuando dejase de gritar y se aviniera a escuchar mi versión, que era la autentica, se calmaría e incluso me pediría perdón por los zapatillazos; es más, imagine que entonces seria ella quien se encarase con la pelina para poner las cosas en claro porque mi hija, y yo que soy su madre mejor que nadie lo sé, y que se enteren muy bien enteradas y para siempre usted y todas sus pelincillas, no ha dicho una mentira jamás… Cantándole ― me la imaginaba yo en el descansillo muy cargada de razón y amor materno echando chispas por sus ojos verdes ― las cuarenta a la madre de tamaña lenguaraz.
Pero cuando hablé sucedió que no me atendió, o no me entendió, porque no tomó en absoluto en cuenta la diferencia tan abismal entre ambas versiones y lo que hizo fue volver a la zapatilla en cuanto abrí la boca.
Entonces sí que me quedé perpleja y dolida, porque si la versión primera estaría siendo una calumnia que no se debía consentir ni tolerar, la versión segunda, es decir la mía, se ceñía como un guante a la realidad que cualquiera que quisiera asomarse a la ventana de nuestra cocina podría constatar con absoluta objetividad.
Vamos, que habría yo podido entender, si ella me los hubiese explicado como Dios manda, zapatillazos por haber dicho algo que no debía salir de casa; vale ¡Pero zapatillazos del todo distintos de los anteriores y perfectamente diferenciada una tanda de otra!
Porque, a mi juicio, lo que mi madre tenía que haber hecho tras prestar atención a mis explicaciones era pedirme perdón y darme besos amorosos y hacerme natillas o rosquillas por borrar la injuria de la tanda primera y, después, si quería, emprender un nuevo ataque basado en la pura verdad de lo sucedido.
Ella, sin embargo, actuó del mismo modo ante la verdad que ante la mentira; y eso a mí me pareció del todo insensato.
Otra tarde, calculo que más o menos por la misma época, el desencuentro fue con mi padre.
Ocurrió estando en la cocina de casa — entonces se hacía mucho la vida en las cocinas — mi madre y yo y unas vecinas de a la vuelta, del sesenta, que decíamos de igual modo que ellos nos llamaban a los de mi portal los del ocho, que se llamaban Ascensión la madre y, la hija, la Ascen.
Mientras las madres se ocupaban, sentadas a la mesa camilla, me parece recordar que en hacer chorizos ― compraban a medias todos los ingredientes para el picadillo, y la tripa por metros que rellenaban con un embudo, y el cordel para enristrarlos ―, la Ascen y yo jugábamos a algo inventado tal...
Papeles
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Code: | 2308255139253 |
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Date: | Aug 25 2023 11:20 UTC |
Author: | Prudencia |
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About the creator
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo. No tengo formación académica.