About the work
http://valentina-lujan.es/R/elsemusor.pdf
Él se muestra sorprendido y quiere saber el porqué; no de su sorpresa sino de mi desánimo.
– Pues… ― Y sé que lo miro con cara de que a mí sí .
– Sí ― insiste, sin prestar la menor atención a si lo miro de una forma o de otra ―, cuando apenas si, como quien dice, has empezado.
– Mira ― respondo.
Y, por aquello de que una imagen vale más que mil palabras, le tiendo los folios.
Él los toma rezongando, en tono zumbón, así como de mñe, mñe, mñeñe “una imagen vale más que mil palabras… ¡gilipolleces!”; y los baraja.
– Seis ― dice, levantando una ceja y arrojándolos sobre el tablero ― ¿Es una guarrería de seis folios una derrota en condiciones?
– Ni siquiera te has dignado leerlos ― protesto, débilmente .
– ¡“Ni siquiera te has dignado leerlos”!
Los agarra de nuevo y se pone a leerlos, fumando, de medio lado en la silla me parece que sin muchas ganas; yo, mientras tanto, hago dobleces en una servilleta de papel…
– ¿Algo importante? – pregunta, mirándome un poco de reojo.
Ya me parecía a mí que…
– No creo ― respondo, sin alzar la cabeza.
– ¿Seguro?
– Casi seguro ― y sigo doblando…
– No sé ― dice ― pero…
Dice; y que a veces se hacen las cosas sin pensar y, luego…
– Está bien ― digo, y dejo la servilleta a un lado ― ya veo que no te interesa.
Y alargo la mano, decidido a arrancarle los papeles de las suyas y hacer una pelota, o romperlos…
– ¿Por qué estás tan…? ― se para, y resopla, y posa los folios sobre la mesa y se mete los dedos entre el pelo; y que si lo que tengo es un secreto, que perdone…
– ¿De qué hablas?
– De nada, de nada… Olvídalo. Es sólo que pensé que, a lo mejor, ahí estaba la clave; algún rastro, indicio, alguna anotación… tal vez.
– Pues no ― y vuelvo a la servilleta, a doblar otra vez…
– Oye, por cierto, ¿cómo es el tweed?
– ¿El tweed?
– Sí.
– Y yo qué sé… ¡El tweed; qué me importa a mí el tweed!
– No… Ya… ― dice ― si es una tontería; pero que se me ha ocurrido de repente… De esas cosas que se le quedan a uno ahí, en la cabeza; cómo cuando no consigues poner la cara, o el nombre a alg… Pero, bueno, déjalo…
– ¿En un bolsillo? ― Pregunto, intentado recordar vagamente.
– No, no, déjalo…
– ¿El derecho? ― Perseverando, no sé si erróneamente, en mi posiblemente muy desmañado intento.
– Déjalo te digo… ¿Qué más da?
– ¿Una americana gris? ― Sigo indagando…
Porque como yo sé que tengo ese vicio, esa manía, y que puesto a ahondar en un asunto me gusta llegar hasta el final por mucho que pueda disgustarme, me planteo que el utilizar como recurso estilístico un defecto con el que me noto tan identificado, que vivo como tan mío por más que me mortifique, puede hacerme sentir si no propiamente feliz en mi recién estrenado rol de escritor sí, por lo menos, medianamente cómodo…
– Gris; sí…
– No tengo ninguna americana gris; de tweed, quiero decir . Y si la tengo tampoco yo sé si es de tweed. Lo que pasa es que… bueno, pensé que podía tener su gracia…
– ¿Más gracia que si fuera de franela, o de pata de gallo?
– No. La misma… No sé ― me quejo ― a qué viene ese tono burlón, esa retranca…
– Bueeeeno ― dice ―: sólo era una broma, una manera de tratar de sacarte de esa actitud en que estás hoy tan… ¡Qué coño te pasa!
– Está bien ― y me avengo resignado a hacer un ridículo que, como siempre he sido un fracasado, ya veremos si no me sale hecho una… un desastre ― ¿Te acuerdas cuando hablamos aquello, lo de los expedientes?
– ¿Las margaritas?
– Sí, pero ― rectifico ―: eran petunias.
– Ya, bueno, pero que… Y gladiolos.
– Sí ― porque eso sí era cierto ―. Pues, se me ocurrió, pensé que… Basándome en la idea, no sé si me entiendes… Rizando, como si dijéramos, un poco más el rizo… No sé si lo ves…
– Más o menos.
Pero no sé si lo noto yo muy…
– Pues se me ocurrió que… Porque hay mañanas, en el ministerio, de muchísimo trabajo y… pensé… Bueno: que se fueron acumulando, allí, sobre la mesa… Pero es una tontería, nada original; una de esas escenas, me la imaginé, muy vistas en las películas, las comedias, americanas, de los años cincuenta… Sobre la mesa, pues… ¡Qué sé yo!
– Muchos floreros con petunias ― resume ― ¿Y?
– Unos guantes… Un pañuelo de seda… Unos zapatos de tacón de señora…
– Puede ― dice, haciendo gestos afirmativos con la cabeza ― estar bien.
– ¿Tú crees?
– Sí, de veras.
– ¿No te parece muy trillado?
– No.
Y, como parece que me animo, le cuento que había planeado que…
– Pero te vas a reír… ― vuelvo a arrugarme.
– ¡Que no! ¡Joder!
– Bueno ― y decido lanzarme ―: Y un hámster, también había un hámster…
– ¿Un hámster?
– Sí; con su jaula y todo.
– ¡Qué cosa tan simpática!
– Graciosísimo, sí, con sus manecitas tan pequeñas… Pero llegó la hora de la salida y la mesa estaba hasta arriba de cosas. Y los guantes, los zapatos, el pañuelo, los podía guardar en un cajón, pero… ¿el hámster?
– Sí, claro ― admite ― el hámster es otra cosa.
– Claro. Pero yo andaba con el tiempo muy justo porque tenía, me acuerdo, hora en el dentista. Decidí, entonces, poner aquella notita en el bolsillo… “¡No olvidar el hámster!”… ¿Qué te parece?
– Muy bien.
– Al salir del dentista compraría un paquete de pipas (sin sal) y, al día siguiente, ya más tranquilo y toda una mañana en el despacho por delante, le daría forma, lo desbrozaría, lo procuraría redactar con una cierta gracia y, a medio día, como iba a ir directamente a casa, lo agarraría y saldría, con sigilo, cuando ya estuviera el pasillo despejado… ¿comprendes?
– Sí, sí.
– ¡Y me escabulliría por la escalera de incendios sin que nadie me viese!
– Ah. Pues puede estar muy bien.
– Ya; pero…
– ¡Que sí, hombre; que está muy bien!
– Sí, sí; si a mí me gustaba también, pero que… En fin: que se fue todo al traste.
– ¿Y eso?
– Se me adelantó. Aquel tipo…
– ¿Qué tipo?
– Ramírez.
– ¿Ramírez?
– El suplente de Gutiérrez, el ordenanza. Se marchó unos días de vacaciones y, éste, aprovechó para, entre no sé qué dossier de urbanismo y la concesión de una licencia…
– ¿Eso hizo?
– Como lo estás oyendo.
– ¡Pero qué cabrón! ― dice.
Y que también puedo darle papilla de cereales y fruta, la que sea, variada…
– Ah ― digo ―, pues no sabía.
– Y pimiento, rojo…
– Pimiento rojo – anoto en la servilleta.
– Y también verde.
– Ajá.
– Y tomate.
Pero que debo recordar, y también lo anoto ya que hace hincapié en que es importante, que aguacate no.
– De acuerdo.
Y como con tantos quebraderos de cabeza como este asunto me está dando se me ha vuelto a hacer tarde me guardo la servilleta en el cajón y, sin entrar en más indagaciones, salgo disparado; ya seguiré mañana… Lo puliré, lo redondearé un poquito todo y… ― “¿pero por qué aguacate no?”, me pregunto, sobresaltado, a punto ya de tomar el ascensor ―, aunque como me temo que todo es una solemne tontería y me va a dar vergüenza enseñarle unas historia tan tonta, pues, a lo mejor me puedo olvidar de todo este asunto de la dieta y quién sabe si no también del hámster y de la servilleta…
Pero Ramírez, allí de pie a mi lado en el ascensor, tan sonriente, no me deja olvidar. Silba, tan ufano con las manos en los bolsillos sin dejarme olvidar porque esta mañana, no sé cómo, ha surgido hablando con él el tema de la papiroflexia y me ha dicho que su anciano padre es un experto, que por qué no me iba a su casa a comer, que su mujer es muy amable, muy cordial, y que además cocina muy bien y que estará encantada.
Yo he querido protestar, como apenas si lo conozco; pero él ha insistido, diciendo que su padre se sentiría muy orgulloso, tan viejecito, de poder enseñar a alguien tan interesado como yo algo de lo mucho que sabe.
Así que he aceptado por fin animado, más que nada, porque como me ha sugerido el mismo Ramírez podré, por lo menos y si me decido a enseñarle los folios a mi amigo, mientras los lee, hacer una pajarita, o un barco, o un sombrero de papel o un cielo y un infierno o algo que me mantenga con la mente ocupada en otra cosa que no sea dar vueltas constantemente a la pregunta de cómo preguntarle sin herirlo cómo pudo jamás concebir la idea tan estrafalaria de que un tipo como yo, y desde mi confortable condición de chupatintas aburrido, pueda perpetrar jamás traición alguna guiado por un móvil tan de todo punto inconsistente cual lo es la envidia hacia un tipo tan desdichado que, como él, vive entregado a una profesión tan ― pero no sé si voy a saber cómo decírselo y Ramírez se ha puesto tan campante a silbar otra vez ― abominable y tan odiosa como lo es la suya.
About the creator
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo. No tengo formación académica.