Sobre la obra
https://valentina-lujan.es/U/ungatillonegro.pdf Había venido el hombre a cambiar el telefonillo y, mientras, miré sin buscar nada en concreto hacia la ventana. Al otro lado de la glorieta, en el centro de la calzada, sobre el adoquinado — debe de ser la única calle de Madrid que continúa siendo de adoquines, de los de antes, y no asfaltada — algo negro, o muy oscuro, que no podía distinguir. Probé con los prismáticos, y con el objetivo de la cámara fotográfica, pero seguía viendo una mancha a la que no podía dar forma. Y vino un hombre joven que hablaba con el hombre del telefonillo y le dije usted debe de tener buena vista puede hacerme un favor. Y le dije que mirase y dijo es un gato atropellado y dos que dan vueltas a su alrededor. Le pedí que se asegurase con los prismáticos de si se movía o no, y dijo no se mueve está muerto y, el otro hombre, terminó con el telefonillo y todo esto puede usted tirarlo. Gracias. Y se marchó. Me calcé los zapatos y cogí las llaves y bajé en el ascensor pidiendo ayúdame, ayúdame por favor y, al menos, los otros dos dejarán de dar vueltas, y en peligro también ellos, a su alrededor. Y rodeé con las piernas temblando esa media glorieta que me juré hace más de tres años no volver a caminar por ella nunca, que ni al Vips me acerco. El color de la tarde plomiza de otoño y un ambiente calmo, como adormecido y en sordina, me trajo a la memoria el tiempo en que la glorieta y todo lo demás era distinto. Y pensé otra vez la calle de los gatos después de tanto tiempo ayúdame y si está vivo lo cogeré e iré donde Carlos. Ayúdame. Pero estaba muerto, era negro y no tendría más de cuatro o cinco meses y estaba muerto; y volvió la perplejidad de ver fuera lo que tendría si se cumpliera la ley de Dios que estar dentro del cuerpo. Y ya no podía llevarlo a Carlos y tampoco podía dejarlo allí en el centro de la calzada aunque él ni aun habiendo estado vivo lo supiera. Y lo cogí y lo coloqué en el hueco de un árbol, allí, sobre la tierra, lejos de una patada ocasional que nadie fuera a darle ni con crueldad ni con indiferencia. Nadie le iba a hacer un daño que ya no iba a sentir y además nadie toca a los animales muertos. Y regresé no entendiendo una vez más el porqué de la elaboración tan cuidadosa en que la Naturaleza se esmera creando cada órgano y cada instinto de cada ser vivo tan en consonancia con el fin al que está destinado; ni el para qué de un proceso de gestación que ni se equivoca ni se detiene hasta ser, exactamente, lo que le corresponde para, cuando ya es, ver su razón de ser y sin razón truncada. Y me dije a pesar de lo que te juraste has podido, aunque no te lo creyeses, volver a la calle de los gatos. Cuando volví había una llamada que esperaba en el teléfono; debió de sonar, por la hora, cuando bajaba en el ascensor pidiendo ayúdame. 28 de septiembre de 2011 Etiqueta: Admistiquios Categoría: Prosa
Comentarios
Sobre el creador
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.