En alguna ocasión sintió que no le llegaba el aire a las branquias del alma y quiso cerrar voluntariamente las agallas para dejar definitivamente de respirar. No quería volver a sentir el dolor de ver como sus emociones se clonaban sin sentido, ni como sus días amanecían en medio de los grises y atardecían siempre en negro, con miedo, sin futuro, sin que su corazón pudiera definir un destino amable antes de que volviera a anochecer. Estaba convencida de que no podría renacer en los lugares donde ella sabía que no era posible la luz. Una luz que ahora no iluminaba el camino y, por eso, temía que las hojas del calendario cayeran sin ritmo preestablecido como cada otoño lo hacían las de los olmos que desde el jardín acariciaban sus ventanas. Sintió que no había esperanza y afligida, exhausta emocionalmente, sin ser capaz de verse en el futuro, más allá del dolor, quiso dejar de estar, quiso no ser, quiso nunca haber sido. Sin embargo, siempre sintió que alguien la sostenía, que una mano impedía que pudiera caer, que la protegía y aunque siempre se resistió a admitirlo, acabó agradeciendo la protección.