De nuevo sintió que era expulsada de aquel lugar en el que por fin, por primera vez, se había sentido a salvo de todo y en el que nunca sentía la soledad. Comprobó que nada había cambiado a pesar de que ella ya no era la misma, de que no quería ser la misma, de que no volvería a ser la misma. Sabía que las tempestades que de vez en cuando abrían en canal la oscuridad de la noche y le aterraban,  casi siempre, solían fijar su vórtice en el interior de aquellos muros que ahora eran su refugio. En muchas ocasiones llovía a cántaros dentro de aquel universo asfixiante y cúbico.  Cuando esto ocurría, sentía  que la lluvia negra y ácida le calaba hasta los huesos. Levantaba entonces la vista, abría los brazos  y buscaba el abrazo del sur, su única posibilidad ser  pero, irremediablemente, el sol de justicia que daba luz a sus inviernos le desecaba el alma. Era entonces cuando sentía la necesidad de dejar de ser.