About the work
https://valentina-lujan.es/trans/Elguaponopodiaser.pdf
El guapo no podía ser otro — y con una ventaja que dejaba a Ovidio , pese a que también tenía su público porque como decía doña Encarnación siempre habrá un roto para un descosido, a la altura del betún —, que el primo Fructuoso; pero el primo Fructuoso, tal vez por aquello de que no se puede tener todo, era un verdadero manazas.
Simpático, ocurrente, ingenioso; un dechado en fin de perfecciones en lo tocante al intelecto, pero, con sus manos de artista tan bonitas, un zarpas en toda la extensión de la palabra.
Así que, aunque todo el mundo pensara en él, que se pensó, a nadie se le hubiera debido pasar por la cabeza proponerlo como adalid de una empresa tan… no digamos “imposible” caso de no querer pasar por pusilánimes de esos que se ahogan en un vaso de agua, sugirió Bernardina la del quinto ― por buen nombre, también, para algunos, “la de Gargayo", un tal Estanislao ― pero sí “un poquito complicada”.
Complicada porque algunas tardes, sin que hubiese habido el menor indicio de que las cosas fuesen a torcerse, los planes se desbarataban y Diana no decía ¡Caramba!, o no salía o lo hacía muy despacio y sin arrojar lejos de sí con enojo lo que tuviera en la mano, o no daba un portazo, o respondía a la del cuarto dos sin darse cuenta o pasaba, muy sonriente - diciendo “buenas tardes” y todo - por delante de la del tercero uno que, más servicial y dispuesta aun si cabe que la otra, no es ya que anduviera por las escaleras por si acaso sino que salía a sentarse al descansillo, con su silla plegable, y allí se pasaba las horas por si caía la breva de que fuese ella, ella tan insignificante, ella “¡yo, Señor, tan poquita cosa!” - exclamaba con los ojos humedecidos por la emoción - quien tuviese el insigne honor de ser la empujada; o no se encerraba en el despacho de don Heliodoro o, tanto si don Ildefonso estaba solo como si se encontraba atendiendo a algún paciente, no se atrincheraba ella, Diana, en la despensa sino que se quedaba allí, muy erguida bajo la claraboya esperando a ver qué decidíamos.
Había entonces que renunciar al café o al refresco e incluso aguantarse sin ir al baño y enzarzarse todos en una acalorada discusión de la que, al cabo de mucho griterío y no pocas concesiones hechas de mala gana, saldríamos ― medio enfadados los unos con los otros porque los que les tocaba ceder se sentían ninguneados pero, en eso no había elección, el acuerdo tenía que ser unánime ― puestos en razón y diciéndole que no, que no hacía falta que se molestara en aportar documentación aunque pudiese, pero atentos a no decir ni pío ni soltar prenda en lo tocante al hecho de que habíamos sopesado, serenamente mientras nos peleábamos, los pros y los contras de exigir algo semejante y llegado a la conclusión de que el hacerlo sería en verdad sentar un precedente, abrir de forma simbólica una puerta a que cualquiera pudiese demandar de cualquier otro cualquiera otro cualquier tanto.
Y, eso, nadie en su sano juicio y ni aun Quiteria la pobre podía quererlo porque nos expondríamos a vernos atrapados no en un callejón sin salida ― que ofrece siempre la de retroceder llevando a cuestas musitaba para sí Honorina la consabida tan amarga sensación de fracaso ― sino empantanados y sin saber para dónde tirar, en el centro de una encrucijada muy parecida a aquella en la que ya nos vimos frente al bodegón la tarde en que Melinda, o Purificación, o ésta por boca de aquella o aquella en representación de esta, dijera aquello de pues se quita el puto cuadro y ya está y que adónde, adónde, vamos a ver, está estaría el problema.
Honorina insistía en mantener que lo ignoraba; en repetir hasta la saciedad que se devanaba los sesos entre clase y clase cavilando, y en el recreo, y mientras buscaba el abrelatas – con la cabeza siempre en otra parte en el cajón de las cucharas pero el maldito abrelatas no aparecía – sin encontrar una razón que esgrimir ante el impaciente...
About the creator
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.