About the work
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Tal vez por eso no mostró nunca interés ― aunque ni doña Consola ni la hermana lo mencionan ― por saber quién había sido, nada más por poner un ejemplo, un tal don Heliodoro al que no era posible no acudir mentalmente al referirse a la habitación de la enferma, grande, con balcones y muebles de madera maciza y oscura y cama con dosel, una hermosura de habitación, en suma, la mejor al parecer de la casa de aquel señor se decía que muy rico y de apellido extranjero que vivía al otro lado del parque y, como no se relacionaba con nadie y se sabía poquísimo de él, resultaba un terreno maravillosamente abonado para ― si quien le echaba el ojo era persona práctica con alma de agricultor ― plantar suposiciones que arraigaban sin sentir y «serán la envidia, ya lo veréis, de todos cuantos hasta la fecha no han tenido agallas para aventurar ni la más pueril de las hipótesis», o un campo amplísimo, una extensa pradera en la que se podría ― caso de que cayera en manos o en mientes de algún zángano o vago o desocupado u holgazán ― dar rienda suelta a la birlocha de una imaginación multicolor y multiforme que se elevaría en el cielo azul grácil y airosa o, por poner otro ejemplo — como cosa excepcional, hay que decirlo, habida cuenta de que los segundos ejemplos se solían reservar para ocasiones muy señaladas o casos de extrema necesidad —, quién la había casado a ella con un tipo como papá.
Porque papá, tal vez por aquello de la complementariedad aunque por supuesto al buen tuntún y sin querer porque la psicología era una de las tantas materias en que andábamos peces, era otra cosa; entendiéndose por cosa “cosa”, propiamente y en toda la extensión de la palabra habida cuenta de que papá era, entre nosotros, algo muy similar al paragüero o, con mayor exactitud y dada su corpulencia, al enorme buda de granito y sonrisa imperturbable que llevaba sentado en el jardín - éste sí recoleto y alfombrado - sobre un pedestal de lo mismo con leyenda en relieve, que nunca leímos nadie porque aparte de estar en otro idioma no se veían las letras tan erosionadas por la lluvia y el viento, un par de siglos o tres.
– Porque la casa — siempre tenía que haber alguien que lo explicase pero, si Purificación no estaba o no quería esa tarde entrar por lo que fuese, podía hacerlo cualquiera puesto que era algo que sabía todo el mundo — era antiquísima y había pertenecido a otras gentes.
Papá, en cambio, siempre había sido nuestro — y esto, que también tenía inexcusablemente que haber alguien que lo explicase aunque no era forzoso que fuese el mismo alguien anterior, comportaba el compromiso implícito de apostillar «de la familia, del entorno, quiero decir» que Purificación solía pasar por alto al objeto, aducía al ser amonestada, de no interferir en el ritmo al que debían sucederse los acontecimientos —, una especie de presencia de la que tan pronto íbamos alcanzando el uso de razón empezábamos a ser vaga, muy vagamente conscientes y a intuir que estaba en algún lugar...que no era el jardín, ¡Dios nos librase!, porque por alguna suerte de agorafobia o algo muy similar que lo aquejaba desde la infancia aborreció siempre los espacios abiertos, en general, y...debería decirse, «nuestro jardín, en particular», pero jamás se dijo porque por qué hacer algo tan incongruente, ¿eh?, ¿sólo por fastidiar?; y por fastidiar era del todo impensable porque, a papá, literalmente, se le adoraba.
Sí, se le idolatraba; se le rendía culto y se le obsequiaba con ofrendas que eran depositadas con devoción a la puerta de lo que en un principio se llamase cuartillo del lavadero y luego se denominó sucesivamente y en función de las necesidades que el momento impusiera con nombres que iban, de boca en boca, desde “el oratorio de la abuela” con su reclinatorio de terciopelo rojo y sus hornacinas con mártires y vírgenes hasta “la sala de juntas”, en la que se reunían el abuelo y sus amigos después de comer, para la partida, enfrascándose tanto aquí y allí en el juego y las salves que no se enteraban de qué se les estaba hablando y había que repetirlos ― los nombres, sí; y hasta a veces también los caminos a los que con frecuencia se perdían en la casa tan grande ― varias veces, gritando incluso procurando no hacer ruido y susurrando en aras de una paz y un bienestar domésticos que se verían muy alterados si llegaban a oídos de Quiteria nuestros ires y venires por el pasillo, a altas horas de la noche — que se despertaría sobresaltada y la emprendería con cualquiera de las peroratas que, a modo de letanías, recitaba siempre en el mismo orden y a voz en cuello — o, ya de día, a conocimiento de Fuensanta que habíamos estado hurgando en la basura.
Pero nadie imagine que nada más le llevábamos trozos mordisqueados de sándwiches mohosos o peladuras de patata y manzanas podridas. También elegíamos para él moscas muertas, cagarrutas...
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About the creator
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.