About the work
https://valentina-lujan.es/versaciones/versacintro.pdf
Le dije que exageraba. Que yo nunca…
Me había pedido años atrás y al cabo de unos cuantos sin vernos que le hiciese un favor de suma importancia para él, y ahora — quiero en realidad decir entonces, cuando nos encontramos y estuvimos hablando del asunto —, una vez hecho el favor, me reprochaba no sé qué deslealtades y me culpaba de haber traicionado nuestra amistad.
Entonces fue cuando le respondí exageras, y él con muy malos modos replicó no exagero en absoluto.
– Claro que sí. Lo que pasa es que cada cual recuerda las cosas como le conviene.
– ¿Me conviene; me reporta algún tipo de felicidad o beneficio el recordarlas como fueron?
– ¿Cómo fueron?
– Lo sabes perfectamente.
– Eso es verdad; con tanta claridad que te cuento si quieres, punto por punto y palabra por palabra, qué pasó y de qué hablamos.
Y como se quedó callado mirando el cenicero con gesto hosco, di por hecho que asentía y empecé a hablar, desde el principio; desde el principio aunque — entendiendo que había supuesto igual que yo que no teniendo ya temas comunes de que hablar después de tanto tiempo nos limitaríamos a cruzar algunas frases huecas en aquella acera abarrotada de la Carrera de San Jerónimo y a seguir cada cual nuestro camino — me salté el saludo y un par de trivialidades referentes al tiempo, por cierto, muy lluvioso.
– Tampoco te contaré — dije —, puesto que tú mismo podrás recordar un cenicero lleno de colillas y dos paquetes de tabaco vacíos iguales que estos —, que nos habíamos equivocado los dos y que nuestra conversación fue bastante más larga.
Omití asimismo el contarle que, al cabo de un rato recibiendo empellones de los que caminando con prisas y paraguas abiertos proferían improperios o algún seco perdón dedicándonos miradas hostiles, ahí estábamos: sentados a una mesa de un Cofee & Shop y departiendo, con perfecta naturalidad, como cuando éramos amigos inseparables.
– Y, como entonces — hablé al fin, contemplando recuerdo las partículas de polvo suspendidas en un rayo del sol, cegador casi, de aquella mañana de verano radiante —, tu conversación giraba en torno a lo que había girado siempre. Y como siempre yo trataba de seguirla preguntándome, como me había preguntado siempre, por qué era precisamente a mí a quien elegías sabiendo que en una cuestión tan importante para ti, y que tan por completo te absorbía, jamás había sabido ayudarte.
– Porque, vamos a ver — te preguntabas, le dije, me decías, angustiado ante la amenazante impavidez del papel en blanco; lo cual era un desperdicio lamentable, y perdona que haga este pequeño inciso pero eso tiene que quedar claro, porque mi sensibilidad fue siempre nula para el lenguaje literario — ¿Qué puede escribir alguien a quien ni gusta la novela ni sabe abordarla, ni se considera capacitado para escribir un ensayo ni, menos aún, posee los conocimientos suficientes de alguna materia como para que no lo paralice el pudor a la hora de exponer y desarrollar cualquier tipo de teoría?
– ¿No es una pregunta demasiado larga?
– No lo sé… ¿Cuánto puede importar lo larga que sea si está bien entonada?
– Está bien entonada, sí — admitió —; pero me parece, y perdona que insista, que es una pregunta demasiado larga para poderla recordar con tanta precisión al cabo de los años.
– A mí también — reconocí —, pero así es exactamente como la hiciste; aunque, si prefieres que te la repita con alguna pequeña variación…
– No. No es necesario.
– ¿Seguro?
– Seguro.
– ¿Sigo entonces?
– Sí. No me gusta la novela.
– ¿No te gusta la novela —te pregunté incrédulo, le dije — después de toda la vida intentándola?
– Por eso precisamente: estoy harto. No sé abordarla, termino de decírtelo; he empezado varias y me pierdo, no sé estructurar un argumento... divago, me confundo...
– Pues con ese panorama lo tiene chungo alguien, pero…
– ¿Alguien?
– Sí, bueno… El que ni le gusta la novela ni sabe abordarla ni se considera capacitado para… ¿De verdad no quieres que te lo pregunte de otra manera?
– No. Así está bien.
– Pero si ese alguien — seguí, mirando distraído las botas mojadas de una joven, con vueltas de piel — no se puede quitar de la cabeza el ser escritor, a mí me parece que la novela no puede ser muy difícil.
– Eso es lo que tú te crees — Gruñiste.
– Pues el ensayo — sugerí, y traté de animarte —: El ensayo no puede resistírsele demasiado a alguien que como tú sabe enlazar frases hábilmente, y plasmar sensaciones o sentimientos de forma en cierto modo filosófica, pero accesible y muy cercana... O eso oí asegurar alguna vez a amigos, de esos que entienden...
– No.
– No te digo un tratado sesudo; sólo un ensayo.
– Que no.
– ¿Por qué?
– Porque... — Recapacitaste...
Comments
About the creator
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.