About the work
https://valentina-lujan.es/D/dicequesiseh.pdf
Dice que si se hubiera visto en la necesidad de hacer una descripción minuciosa habría dicho que era una lluvia muy fina, o algo parecido ―rectificando, con cierta desgana―, algo muy similar a lo que podría recordar, si el esforzarse tuviera sentido para alguien que diese indicios de valorar el esfuerzo, lo cual duda, como la pared de ladrillo rojo que rodeaba con sus brazos de hierro (amputado uno, a la altura del codo) el perímetro, que a lo mejor era circunferencia, pero entiende que para qué afinar tanto, el corredor que conducía a los cuartos que siempre se llamaron de arriba si bien, cosas de la vida que para qué afanarse en comprender, todo el edificio constaba de una sola planta dividida en pequeños habitáculos separados por mamparas que, no llegando al techo, dejaban oír todo lo que se hablaba en los cuartos contiguos a la gran hondonada donde era costumbre almacenar lo que se había dado en denominar “las herramientas” aunque no eran mas que las sombras deshilachadas y bastante descoloridas de quienes, (hace una pausa y toma aliento) habiendo pasado por allí sin rumbo, se vieron, tal vez sin querer, reflejados en tal o cual síntoma de cualquiera de las dolencias que aquejaban a los habitantes del otro lado de aquello que, siempre se dijo, parecía un puerto aunque nadie jamás había visto barco alguno, ni allí ni en ninguna otra parte; no éramos (musita) gente de mar, ni siquiera de río, y como por otra parte siempre fuimos poco aficionados a viajar tan sólo veíamos las cortinas de colores siempre muy vivos, demasiado alegres para el entorno que gentes como los de allí podíamos ofrecerles, pero así eran las cosas y así las cortinas que, ya digo (dice) eran de cretona y flores muy grandes.
Pero que no se vio en tal necesidad, aunque asegura que se fijó muy bien y que incluso se puso las gafas, las de cerca, las mismas que utilizaba para cortar los tablones que luego, si daba tiempo, servirían para recitar las letanías cansinas de las siete y media, hora punta donde las haya (según no ella pero sí según la esposa del administrador, obsesionada siempre con preparar los búcaros y los guardabarros en el sitio adecuado antes de aplicarse a cocinar y, si no, la salsa le salía o muy espesa o demasiado clara), y si no daba, se dejaban en el cajoncillo de arriba del aparador, bien colocados y perfectamente paralelos unos con otros, hasta la mañana siguiente del primer martes impar del mes de octubre.
Y que por eso, porque no se vio, no pudo enterarse de que los colores se habían transformado en pequeñas colmenas, o, rectificando, celdillas más exactamente reprendiéndose, para sus adentros, por no abandonar aquella estúpida manía por la precisión que caminaban ―entre guiones, ya, pero si se pasaba la vida regresando no llegaría nunca ni en el caso de conocer el lugar y el momento en que acontecerían; pero a regañadientes retrocedió sí hasta las celdillas (a veces hay que ceder) que caminaban apoyándose unas en las otras, tan juntas, tan hermanadas y sabiendo cuál era su lugar exacto en su pequeño universo que, oyó alguna vez, estaba amenazado de muerte, lenta, mucho más que ella desgranando el deslizar de los objetos hacia el borde de la mesa para empujarlos, luego, al precipicio de algo más de medio metro de altura por el que se despeñarían, sin miedo, sin un grito, para ir a acurrucarse contra los cascotes de un compañero de viaje con el que jamás habían cruzado más allá de un buenos días y algún comentario, de esos de puro compromiso porque a ver en un ascensor qué te dices, referente al tiempo atmosférico pero con sumo cuidado de dejarlo muy clarito; atmosférico y nada de meterse en filigranas de mencionar ni de pasada el trascurrido desde los festejos que conmemoraron el último desastre.
– Qué bien se vivía entonces, ¿verdad?, cuando todavía podían contarse, uno, dos, tres, dos millones cuatrocientos setenta y cinco mil los intervalos; aquel bendito tiempo ya innombrable estaba salpicado de intervalos, grandes, pequeños, alargados, redondos como cuentas algunos y muy suaves, tanto que se resbalaban por entre las yemas de los dedos y rodaban, aviesos, para ir a esconderse bajo los muebles simulando querer jugar tan sólo, pero se quedaban con las ganas, que nadie iba a buscarlos porque para qué recuperarlos si antes o después llegarían otros prometiendo (siempre lo hacían igual, estúpidos, como si no los conociésemos) que ellos no eran como los otros, que se quedarían para siempre.
Contestó a todo que sí, sin dejar de sonreír; y el hombre abrió y cerró las puertas, dos veces, y explicó que había sido un fallo informático sin mayor importancia…
– ¿Y usted?
Y dice que respondió algo también sin importancia. Pero que eso seguro que no.
9 de abril de 2019
About the creator
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.