About the work
https://valentina-lujan.es/S/sesionespir.pdf
... mi madre iba entonces al armario y, de entre las sábanas mezcladas con las toallas y los jerséis, sacaba un cartón redondo que llevaba dibujada en el centro una especie de estrella de tres puntas; esas tres puntas se prolongaban para separar en tres grupos las veintisiete letras del alfabeto que bordeaban aquel cartón que en casa se conocía como el disco. El disco ― que no era ninguna chapuza casera hecha con muy buena voluntad sino de imprenta, comprado creo en la librería Armenteros, en la calle Víctor Pradera, un establecimiento pequeño y abarrotado hasta el techo de libros imposibles al que mi padre acudía en busca de obras preferentemente de Alan Kardec editadas por lo general en Argentina o en Méjico que el dueño, Armenteros, creo que se llamaba Jesús, un hombre alto y delgado de aire melancólico y aspecto de médium, iba a buscar a la trastienda porque fuera, en el escaparate y las estanterías que podía ver el público, todo eran vidas de santos y catecismos y biblias ― se colocaba sobre una mesa ― el velador ― que debía, forzosamente, tener tres patas; haciendo coincidir con cada una cada uno de los grupos de letras. Para que no se resbalara al moverse ― la mesa se movía muy deprisa si el espíritu que se manifestaba era muy locuaz o muy vehemente ―, o se le clavaba con chinchetas o se sujetaba con una goma elástica. La adquisición de el velador fue un poquito peripecia porque no había forma de encontrar ― y nos recorrimos todas las tiendas de muebles de la ciudad ― una mesa con tres patas, por un lado, y lo suficientemente ligera, por otro, para que la pudiese mover cualquier espíritu aunque fuese un enclenque. Nos recorrimos desde muebles López, en plan sencillo, hasta las tiendas de antigüedades ― en plan derrochón si no quedaba más remedio ― más emblemáticas. Y cuando tenía el tamaño y el peso adecuados le sobraba una pata, o incluso dos porque nos enseñaron bastantes con cinco; y cuando las patas eran las justas resultaba, oh disgusto, que era o muy grande o muy pesada o ― porque si la tienda era de las muy elegantes el vendedor, dejándose llevar por la idea de que un señor con la prestancia de mi padre tenía que ser rico por fuerza, trataba de endilgarnos algo digno de un salón de casa buena ― llevaba muchas incrustaciones doradas, o medallones, que, como no era propiamente que a mi padre le desagradasen en sí —porque mi padre sentía una inclinación natural por el lujo, pero mi madre, con muchas más salidas y aplomo para soltar cualquier mentira con perfecto aplomo, se solía inhibir y se limitaba en esos casos a actuar de mera acompañante —, se veía en apuros francamente serios para rechazarla porque había la idea, o al menos mis padres y su círculo de amigos lo creían, de que el espiritismo estaba prohibido; y no se podía, por tanto, confesar para qué era la mesa ni dar explicaciones de por qué había de reunir tan determinados requisitos. Dimos al fin, en una tiendecilla un poco de cualquier manera, con una mesa pequeña, de mala calidad y medio jairada, torcida, inclinado el tablero de modo que, cuando no la estaban utilizando para lo que era, el teléfono ― que era el uso para el que se adquirió según la versión que dio mi madre a alguna vecina cotilla ― se iba deslizando poco a poco hasta tropezar con un ligero reborde que no la adornaba.
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Comments
About the creator
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.