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Pues a mí no me gusta

En el diseño, como en algunas otras profesiones de las llamadas «creativas» nos podemos encontrar que, ante un trabajo concienzudo, con un proceso serio de investigación y desarrollo, tengamos respuestas hechas desde el simple juicio «gustativo», sin argumentos, solo por apreciación personal. ¿Qué hacer entonces? 

A nadie se le ocurriría llevar la contraria a un médico sobre el diagnóstico de una enfermedad. Quizás haremos una segunda consulta a otro profesional, pero no le diremos: «Pues yo creo que se equivoca y que lo que yo tengo no es apendicitis». Aunque, en tiempos de Google, ya no estaría tan seguro de esta afirmación, hay profesiones que parecen más discutibles que otras. Las que suelen verse cuestionadas, son aquellas que tienen un componente creativo importante y una formalización donde la estética está muy presente. 

Hay una anécdota recurrente. En un debate sobre arquitectura, una persona dijo la famosa frase «sobre gustos no hay nada escrito», a lo que un arquitecto presente contestó «será que usted ha leído poco». Y es que, ciertamente, sobre gustos, es decir, estética hay mucho escrito. De hecho, muchísimo, desde los griegos hasta hoy. La acepción «estética» proviene del griego αἴσθησις, -εως (sensación, percepción). Homero nombra a la belleza como τὸ καλόν (lo bello), un concepto que iba más allá de la belleza personal/física, y se refería a cuestiones morales. A pesar de que la ética tiene como objeto de estudio la moral y la acción humana, y la estética tiene por objeto el estudio de la esencia y la percepción de la belleza, ambas son ramas de un mismo árbol, la filosofía. Es decir, difícilmente un griego separaba la estética de la ética. 

Bajo ese prisma, la configuración formal de un objeto o imagen no es ajeno, o no debería serlo, del propio significado de ese objeto o imagen. Los seguidores del movimiento moderno decían que la forma sigue a la función. Eran tiempos de dogmas y, en cierta medida, es una consigna falsa. Siempre hay una inquietud estética que se escapa a los análisis más funcionalistas. Se puede ver observando la arquitectura de Peter Behrens o Eileen Gray, los muebles de Alvar Aalto o Charlotte Perriand, los carteles de Piet Zwart o Jacqueline Casey. El diseñador, inventor y visionario Buckmister Fuller tiene un aforismo que me parece interesante: «Cuando trabajo en un problema, nunca me preocupo por la belleza. Pero cuando acabo, si la solución no es bella, sé que está mal». 

Más tarde llegó la postmodernidad y el «menos es más» de Mies van der Rohe, una sentencia de amplias connotaciones estéticas que pasó a «menos es el aburrimiento», una boutade provocadora de Robert Venturi. En realidad, Venturi intentaba acabar con la aplicación de los principios del movimiento moderno, como si fueran recetas de cocina. Aunque para algunos pareció una invitación a que la forma no obedezca a nada que no sea el capricho del autor.  En sus edificios hay mucho trabajo en cuestionar, revisitar y reformular arquetipos formales del pasado. Su libro Complejidad y contradicción en la arquitectura es otro de los cientos que hay escritos sobre «los gustos» y una obra capital para entender la estética (que como hemos visto forma parte de la ética) de la segunda mitad del siglo XX. En todo caso, como vemos la formalización de un objeto o producto es fruto de amplio debate dentro de la profesión. Sin embargo, puertas afuera y ajenos a las diferentes corrientes de pensamiento que se traducen en diferentes apreciaciones estéticas, las personas opinan libremente desde su perspectiva subjetiva y pueden despachar con un simple «Pues a mí no me gusta» un trabajo hecho con profesionalidad y arduo trabajo.  

Lo curioso es que esas personas creen que su juicio sobre el resultado formal de un proceso de diseño es personal y propio. Nada más lejos de la realidad, el gusto es una constructo cultural y, por tanto, hay un contexto, unos precedentes y unas referencias que nos hacen «decidir» que es lo que nos gusta o no. Solo hace falta que cojamos un objeto o imagen considerada bella en un lugar del mundo o de la historia y que lo cambiemos de ubicación ya sea geográficamente o en el tiempo. Lo que es aceptado y apreciado en Emiratos Árabes, por poner un ejemplo, puede parecer de mal gusto en Europa, lo que en el Barroco podía ser paradigma de belleza, puede resultar hoy recargado y pretencioso. Y en cada uno de esos lugares y momentos, debe haber habido personas pensando que aquello les gustaba o no de una forma genuina, propia, única. El libro El elogio de la sombra, del escritor japonés Junichiro Tanizaki (otro de esos escritos sobre gustos), nos habla de la diferencia de percepción de la belleza entre Asía y Occidente. Con una sensibilidad exquisita nos intenta explicar cómo los objetos usados durante años, que acumulan el paso del tiempo, nos pueden resultar tan o más atractivos que los objetos brillantes y sin estrenar que nos deslumbran desde los escaparates.  

Y, sin embargo, se supone que toda opinión sobre apreciaciones estéticas, es decir, sobre gustos, es respetable. Cada persona tiene el derecho a decir «esto no me gusta» y, por supuesto, a decidir que no quiere tener esa imagen u objeto en su casa. El problema no es que esa persone decida que no le gusta, sino que esa propuesta no es válida. Es decir, tú puedes pensar «a mí, este plato de lentejas no me gusta» pero no puedes decir «este plato de lentejas es una basura». En el primer caso, anuncias una valoración personal, en el segundo lanzas un juicio de valor y en ese caso no es verdad que todas las opiniones son iguales. Tu opinión no puede tener el mismo valor que la de cocineros profesionales, críticos gastronómicos o dietistas.  

El problema sucede cuando personas sin formación y sin interés en entender procesos, tienen poder de decisión sobre cuestiones que desbordan los gustos personales. Por ejemplo, un alcalde que después de que un jurado profesional, después de estudiar las diferentes propuestas presentadas, a través de un concurso restringido y bien organizado, haya optado por una opción para una campaña del civismo (seguimos con un ejemplo hipotético), decide que como a él no le gusta esa campaña no se va a hacer. En ese caso la opinión del alcalde no debe tener el mismo valor que la de un jurado formado por personas con conocimiento que además han visto diferentes opciones y han podido estudiar cada una de ellas. Eso sería objetivamente feo, tanto estética como éticamente.  

Pues bien, esos casos hipotéticos ocurren en la realidad demasiado a menudo y si es un error en la industria privada es un fraude cuando hablamos de iniciativas públicas. Pensar que una apreciación «gustativa» sin otras consideraciones deba tener el mismo peso que una decisión tomada por uno o varios profesionales, es decirle que médico que lo tuyo no es apendicitis y que nadie debería comer esas lentejas que no te apetecen.  

🪧 Aviso: los artículos de Opinión reflejan las perspectivas de sus autores. SafeCreative no se identifica necesariamente con los puntos de vista expresados en ellos.
Óscar Guayabero
Óscar Guayaberohttps://www.guayabero.net/
Creador, editor, escritor… se autodefine como "para-diseñador". Guayabero es en realidad un contador de historias sobre objetos, instalaciones o palabras que además disfruta comisariando exposiciones, dando clases o activando plataformas.

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