Ahora, rodeado de silencio podía oír el latido del tiempo atravesando su piel. En sus manos, que casi siempre descansaban sobre sus rodillas, podía leer los años vividos, mientras su mirada se fijaba en un lugar al que nadie, sólo él podía acceder. Al lugar donde celosamente había guardado sus recuerdos a salvo de las miradas de otros.

Sabía que la memoria nunca fue era una línea sino la trama y la urdimbre del camino que ahora pisaba, un collages de imágenes que su alma había ido guardando ciuidadosamente. Las amables, las que el tiempo había rozado suavemente, cerca del corazón; las más ácidas, las que habían sido veladas por las ausencias y el desamor, a la vuelta de la esperanza. Así las había ordenado.

Pensó que cada una de ellas era tierra conquistada al olvido, que eran eternidades que cosían el tiempo vivido, instantes que habían ido dando sentido a su existencia, a una historia que, a veces torpemente, caligrafió con sueños imposibles y realidades dolientes que construyeron un espacio en el que ahora habitaba todo lo amado, todo lo sufrido.

Sabía que ahora, después de lo vivido, después de la memoria, sólo vivirían los recuerdos que hubiera sido capaz de acomodar. Que tendría vida mientras fuese capaz de recordar.