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Un olor, una melodía o la caricia del viento en su piel, hacían que renacieran en ella las ausencias malqueridas y el dolor que sentía su alma expatriada. En ese momento le invadía una profunda soledad y una sensación de desamparo que agudizaba la tristeza de no poder ser, ni sentirse, en plenitud. La añoranza de lo que fue, y que ahora no era posible, la limitaba de tal manera que, en alguna ocasión, sintió no poder llegar al aire con el que respirar. Sin embargo, la nostalgia le provocaba un sentimiento ambivalente de dolor y placer. Por eso, a veces se sentaba y miraba aquella rosa marchita que había guardado durante todo el viaje, siempre le hablaba del lugar de donde venía. Así, en la vulnerabilidad de la memoria, construía un refugio que, aunque permeable a la razón, le hacía sentirse segura.