No necesitaba alzar la voz. Tampoco necesitaba muchas palabras. Con una mirada suya todos sabíamos lo que teníamos que hacer o..., dejar de hacer. Así era él. Con apenas veinticinco años, había tenido que lidiar con los quinientos obreros de una planta textil; así es que sus hijos éramos pan comido.
Nunca, o casi nunca, llegaba a casa antes de las nueve de la noche y lo hacía con el gesto cansado de alguien que carga sobre sus hombros las preocupaciones y problemas del día a día. Y no eran poco