En 1983 se fundó en Madrid, en el seno de la entonces Asociación Colegial de Escritores (ahora de Escritoras y Escritores), la Sección Autónoma de Traductores de Libros. Sin embargo, la denominación «traductores de libros» no fue el más usado en las actividades y publicaciones de la asociación durante sus primeros años de existencia. Como ejemplo, diez años después, en 1993, cuando inician su andadura dos de las grandes divisas de la SATL en el siglo XX, a saber, la revista Vasos Comunicantes y las Jornadas de Traducción Literaria de Tarazona, vemos cómo esta denominación, «traducción literaria», es la más habitual y asumida tanto por quienes ejercen la profesión como por quienes, de una forma u otra, la «rodean». Es más, en el primer libro blanco (1997) y en los primeros censos elaborados (1994 y 1998) se habla de traducción sin más, sin especificar el tipo de traducción.
No será hasta el año 2010, con la publicación de un nuevo libro blanco, cuando el término «traducción editorial» aparezca en el título de un estudio oficial de la asociación. Y aunque es el término mayoritariamente usado en dicho estudio, el concepto «traducción literaria» sigue apareciendo, sobre todo en el cuestionario que sirvió de base para el estudio. Ya no lo encontraremos en la siguiente publicación, que vio la luz en 2016 y que lleva por título Libro blanco de los derechos de autor de las traducciones de libros en el ámbito digital. Curiosamente, de traductores de libros también se hablaba, pareciera que con la intención de recuperar de alguna manera el primer nombre de la sección autónoma, en un estudio de 2003 titulado Informe sobre la situación del traductor de libros en España.*
Llamativo resulta que, al mismo tiempo, en los programas de los encuentros El Ojo de Polisemo, que se celebran de forma itinerante en universidades donde se cursan estudios de traducción, se siguió utilizando la denominación «traducción literaria» hasta el año 2018. Quizá porque en las facultades es donde encontramos todos los tipos de traducción y en algunos planes de estudios se diferenciaba entre traducción literaria, que englobaba solo obras literarias, valga la redundancia, y traducción editorial, que englobaba otros tipos de traducciones también destinadas a ser publicadas y cuya enseñanza y formación, quizá por influencia de la tradición, se ofrecía parcelada o diferenciada. Puede que este sea el motivo de que todavía hoy a la asociación nos lleguen mensajes de personas a las que les gustaría asociarse, pero dudan de si cumplen los requisitos porque «solo» han traducido cómic o ensayo o, incluso, libros de géneros considerados «menores», no «alta» literatura.
Y por eso importa tanto la denominación de nuestra profesión. Por eso quienes la ejercemos abogamos porque esta denominación sea lo más colectiva y aglutinante posible, para, en primer lugar, no dejar a nadie atrás en estos tiempos de incertidumbre. Y, en segundo lugar, porque si ya desde tiempos inmemoriales lo que no se nombraba no existía, ahora que estamos inmersos en una época de etiquetas, resulta más importante si cabe dar con esa denominación colectiva y aglutinante con la que todo el gremio pueda sentirse identificado. Tengo la sospecha de que ese fue el motivo de que las nuevas jornadas de ACE Traductores, celebradas por primera vez en 2014 y que surgieron por la necesidad de recuperar ese espacio tan importante de intercambio entre las y los profesionales que en su momento fueron las jornadas de Tarazona, pasaran a denominarse «encuentros profesionales de la traducción editorial».
Lo llamativo es que, con el paso de los años y con los cambios que ha experimentado el sector del libro y la aparición de la autopublicación y la autoedición, las socias y socios que dieron vida a ACE Traductores debieron de tener una bola de cristal al elegir el nombre de «traductores de libros», porque ahora traducir por encargo directo de un/a escritor/a, sin editorial mediante, es una modalidad en auge. Con editorial por medio o sin ella, elijamos el sintagma que elijamos, es importante que quienes nos dedicamos a este oficio seamos conscientes de que tenemos un mínimo común denominador muy importante —más que el nombre de la profesión, acaso— como es la Ley de Propiedad Intelectual, cuyo artículo 11, al definir las obras derivadas objeto de propiedad intelectual, no hace distinción alguna entre los géneros en las traducciones de obras.
Y, así, si se nos dice que el encargo de traducción que nos están ofreciendo funciona «diferente» por el motivo que sea, podemos plantearnos tres preguntas básicas:
- ¿Tiene ISBN?
- ¿Tiene precio fijo de venta al público?
- ¿Se va a aplicar un 4 % de IVA en ese precio de venta? **
Si podemos responder afirmativamente a las tres preguntas, nos están ofreciendo la traducción de un libro y no hay diferencia legal que valga. La habrá, quizá, en cómo elijamos definirnos cada profesional de la traducción. Definirnos sin afán alguno de exclusión o parcelación. Solo para nombrarnos. Solo para seguir creando.
* Todas estas publicaciones y estudios pueden consultarse en la web de ACE Traductores, en el menú «Publicaciones – Estudios sobre el sector».
** Lógicamente, nos referimos a encargos hechos por editoriales sujetas a legislación española.

