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¿A quién pertenece la obra? Derechos de autor en el contexto laboral 

El mundo laboral no es ajeno al arte ni a la creatividad. Ingenieros que desarrollan algoritmos, profesores que elaboran materiales educativos… Todos ellos, empleados asalariados, pueden llegar a ser autores. Pero ¿de quién es realmente la obra que producen? ¿Del trabajador o de la empresa? Este artículo explora el régimen jurídico de los derechos de explotación cuando este es asalariado. Y no es una cuestión menor: en un mercado donde la propiedad intelectual tiene un valor económico creciente, responder a esta pregunta implica situarse en el centro de un delicado equilibrio entre la creatividad individual y el interés empresarial

El punto de partida es el artículo 51 del Texto Refundido de la Ley de Propiedad Intelectual (LPI). Esta disposición regula qué ocurre con los derechos de explotación de las obras creadas por un autor en el marco de una relación laboral. Su contenido puede sintetizarse así: 

  • La transmisión al empresario de los derechos de explotación de la obra creada en virtud de una relación laboral se regirá por lo pactado en el contrato, debiendo éste realizarse por escrito.  
  • A falta de pacto escrito, se presumirá que los derechos de explotación han sido cedidos en exclusiva y con el alcance necesario para el ejercicio de la actividad habitual del empresario en el momento de la entrega de la obra realizada en virtud de dicha relación laboral. 
  • En ningún caso podrá el empresario utilizar la obra o disponer de ella para un sentido o fines diferentes de los que se derivan de lo establecido en los dos apartados anteriores. 

La norma establece un régimen claro, pero condicionado. Si existe un contrato escrito, lo pactado entre las partes será lo que rija. Si no lo hay, se activa una presunción legal a favor del empresario: se entiende que los derechos de explotación han sido cedidos en exclusiva, lo que significa, conforme al artículo 48 LPI, que solo el empleador puede ejercerlos, con exclusión de cualquier otra persona, incluido el propio autor. Es decir, el trabajador no podrá seguir explotando la obra ni autorizar su uso a terceros, salvo pacto en contrario. 

Sin embargo, esta cesión en exclusiva no es ilimitada. Está restringida al alcance necesario para el ejercicio de la actividad habitual del empresario en el momento de la entrega de la obra, una fórmula que introduce elementos que deberán interpretarse en función de las circunstancias concretas del caso, como veremos más adelante. Y, además, la ley es clara en cuanto a los límites: en ningún caso podrá el empresario utilizar la obra para fines distintos de los establecidos en el contrato escrito, si lo hubiera, o de los que resulten de la presunción legal. Cualquier uso que se aparte de ese marco requeriría un nuevo acuerdo entre las partes. 

Una imagen vale un fallo 

No siempre hace falta una larga lista de precedentes para entender el alcance de una norma. En algunos casos, una sola resolución judicial ofrece claves suficientes para explorar sus implicaciones. Es lo que ocurre con una sentencia del Tribunal Supremo de 1997 que, a partir de un conflicto sobre la titularidad de unas fotografías tomadas por un reportero gráfico, permite observar cómo se aplica el artículo 51 de la LPI en el marco de una relación laboral. 

Imagina a un reportero gráfico que, cámara en mano, recorre manifestaciones, conciertos o calles vacías a las seis de la mañana. Sus imágenes terminan en la portada del periódico. ¿Quién es el titular de esas fotografías? ¿Él, que las tomó, o el medio para el que trabaja? Este fue el trasfondo de un caso donde se discutía la propiedad de las fotografías realizadas por un fotógrafo vinculado a un medio de prensa. El caso podría parecer trivial, pero sentó un precedente importante. El Supremo tuvo que resolver si el vínculo entre ambos era laboral y, por tanto, regido por el artículo 51 de la LPI, o si se trataba de una relación más cercana a la prestación de servicios independiente. La diferencia no es menor: dependiendo del encuadre jurídico, los derechos de explotación de las obras pueden pertenecer al empleador… o no. 

El tribunal concluyó que existía una verdadera relación laboral: el fotógrafo trabajaba bajo dependencia, con continuidad, dentro de la organización empresarial del medio. Y sobre esa base, aplicó el marco de autor asalariado. Pero aquí viene lo interesante: no entendió que eso implicase una cesión automática de todos los derechos. Sino que afirmó que el autor conserva su condición originaria y que la empresa solo puede explotar las imágenes en la medida en que eso se vincule con su objeto habitual, en este caso, la difusión informativa. Además, reconoció expresamente que los negativos de las fotos, es decir, el soporte original de la obra, pertenecen al fotógrafo. Este matiz resulta esencial: aunque el autor trabaje para una empresa, no todo lo que crea se transforma de inmediato en un activo del empleador. Hay límites. Y, sobre todo, hay derechos morales y patrimoniales que siguen vivos, aunque se desarrollen bajo una nómina

Esta sentencia ofrece una buena brújula para navegar en contextos cada vez más borrosos: fotógrafos freelance que luego pasan a nómina, creadores que mezclan encargos personales y laborales, trabajadores creativos que publican en redes por iniciativa propia. ¿Dónde acaba lo que pertenece a la empresa y dónde empieza lo que es genuinamente del autor? No hay respuestas cerradas, pero sí una advertencia clara: si no se pacta expresamente, la empresa no puede hacer con la obra lo que quiera. 

¿Una ley que protege o que deja en la ambigüedad? 

La regulación actual intenta lograr un equilibrio razonable. Protege la creatividad del autor asalariado, al garantizar que conserva sus derechos morales y que la cesión no es ilimitada, pero también reconoce que la empresa tiene una expectativa legítima de usar la obra producida en el marco de sus actividades. 

El problema aparece cuando intentamos concretar ese marco. La norma introduce dos conceptos que, si bien parecen claros sobre el papel, plantean ambigüedades importantes. El primero es la «actividad habitual del empresario»: ¿debe entenderse como el objeto social inscrito en el Registro Mercantil?, ¿cómo lo que efectivamente hace en su día a día?, ¿cómo el área a la que pertenece el departamento en el que trabaja el autor? Estas preguntas no tienen respuestas automáticas, y la jurisprudencia tampoco ofrece un criterio único. Por ejemplo, una editorial puede tener como actividad habitual la publicación de libros, pero ¿incluye eso el uso de una ilustración en campañas de marketing, productos derivados o licencias internacionales? 

El segundo término conflictivo es el del «alcance necesario». ¿Qué usos se consideran necesarios para esa actividad? Aquí, solo es posible avanzar con una interpretación finalista: es decir, atendiendo al fin concreto para el que se encargó la obra. El uso debe evaluarse en función del objetivo que justificó su creación y entrega. No se trata de permitir cualquier explotación razonable, sino la estrictamente funcional para cumplir ese objetivo. Si se pretende extender los usos a otros fines, comerciales, promocionales o incluso institucionales, debe pactarse expresamente. La ley no puede suplir lo que las partes no acordaron. 

En mi experiencia trabajando con agencias creativas y empresas tecnológicas, es habitual encontrar contratos con cláusulas excesivamente amplias («el empleador se reserva todos los derechos sobre cualquier creación del trabajador»). Estas cláusulas, aunque frecuentes, podrían ser impugnadas por abusivas si no se individualiza claramente el objeto de la cesión. Cuando no se define qué se cede, ni para qué, ni en qué condiciones, se corre el riesgo de vaciar de contenido la protección del autor. 

Esta necesidad de concreción no es solo una cuestión teórica. Pensemos en una diseñadora contratada por una editorial. Crea la portada de un libro infantil, dentro de sus funciones laborales. La empresa decide luego vender la ilustración como póster, imprimirla en merchandising y licenciarla a una productora de televisión ¿puede hacerlo? Si no hay pacto escrito, se aplicará la presunción del artículo 51: la editorial podría usar la obra en la medida en que eso se enmarque en su actividad habitual (editar libros). Pero comercializar productos derivados o sublicenciar a terceros puede exceder esa frontera. La diseñadora podría reclamar por uso indebido, e incluso exigir una compensación por los beneficios obtenidos. Este tipo de situaciones ilustran bien cómo el marco normativo protege al autor, pero también cómo exige precisión: la redacción del contrato es tan importante como la creación misma. 

Una autoría que no desaparece con el contrato 

El régimen de derechos de autor del asalariado en España se construye sobre una lógica de equilibrio: reconoce al autor como titular originario, pero permite una cesión limitada, implícita y razonable en favor del empleador, cuando no hay pacto escrito. Esa presunción, sin embargo, solo funciona si se acompaña de claridad contractual, atención a los términos legales y buena fe por ambas partes. No basta con citar el artículo 51: hay que aplicarlo con inteligencia y con respeto a sus límites. Porque en el fondo, lo que está en juego no es solo el control económico de una obra, sino también la identidad profesional de quien la crea. Incluso en la rutina de una oficina o en medio de una relación laboral aparentemente mecánica, puede emerger una creación original. Y donde hay creación, hay autoría. Y donde hay autoría, debería haber reconocimiento. 

🪧 Aviso: los artículos de Opinión reflejan las perspectivas de sus autores. SafeCreative no se identifica necesariamente con los puntos de vista expresados en ellos.
Elizabeth Troncoso Álvarez
Elizabeth Troncoso Álvarez
Master en Propiedad Intelectual y especialista legal en proyectos de Inteligencia Artificial, Tecnología y Marketing.

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