About the work
https://valentina-lujan.es/Cajabombones/diceque.pdf Una empieza a teclear y no sabe si va a escribir mucho o poco, si una cuantas líneas deslavazadas e inconexas o u texto largo quizás, tal vez, no menos deslavazado e inconexo. Hoy, 4 de octubre de 2022 —día de tu santo, por cierto, que me termino de dar cuenta de la fecha; que sólo he pulsado en ella para saber cuándo empiezo, y, ahí saltó, 4 de octubre y entonces recordé—, cuando lleva un tiempo bulléndome en la cabeza no sé que nebulosa de recuerdos, de sensaciones, según regreso de la calle de comprar un libro decido que tan pronto llegue a casa abriré el ordenador y escribiré. Y así lo hago. Nada más entrar por la puerta suelto el bolso, enciendo un cigarrillo y aquí estoy. No es que te hable, escriba a ti, que no tengo a estas alturas de mi vida nada que decirte y que hubiera podido, debido, decirte —cuando era niña, o adolescente, o sencillamente joven— antes de que murieras el día 18 de julio de 1976, cuando tenía 28 años. Te estoy utilizando nada más que como un recurso literario. Alguien a quién conocí, o pensé imaginar conocer; alguien que pienso aventurado imaginar si alguna vez pensó concretamente en mí. Alguien a quién imaginar estarme dirigiendo aunque —y, otra vez “aunque”, aunque tú no lo sabes ni podrías saberlo, o imaginar yo que lo sabrías porque tú sabes (que no sabes, ya digo, pero se me ha escapado y así va a quedarse) que yo no creo, es más, detesté siempre, algunas de las creencias que tú tenías. Dicho lo cual, sigo sin más a mi tecleo para evocar, no sé por qué, a aquella niña de las trenzas que muda no es que fuese, que no era muda, pero apenas hablaba por una razón tan simple como que no se le ocurrió jamás que lo necesitase, ni hacerse comprender, que su comunicarse fuera a ser de utilidad, o simple beneficio, para nadie. Lo he escrito bailado, “utilidad” antes “que beneficio”, pero es porque tengo no sé qué vaga sensación de que para el común de mis congéneres —o de los congéneres de la niña de las trenzas, hoy una casi anciana de 74 años— para considerar beneficioso algo ha tenido, ese algo, que previamente demostrar que es útil. Bueno, pero a lo que iba; que sigo a mi tecleo para evocar, decía, aquella niña que, no siendo muda permaneció durante los primeros años de su vida, en un mundo suyo, nada más de ella, de silencio. No era un silencio buscado ni elegido; era un silencio natural, consustancial o inherente a su yo y que no sabe, dice, cuándo ni por qué un día rompió, o se rompió sólo y sin querer. Hasta entonces recuerda, se recuerda, leyendo, o dibujando en un cuaderno sentada a la mesa camilla de la habitación pequeña, o haciendo solamente nada con la vista perdida en imágenes que desfilaban, porque sí, por sí solas, trazando en su mente lugares, texturas, olores o sonidos, que no había visto ni tocado ni olido ni escuchado nunca. No eran alucinaciones, dice, vaya eso por delante. Estaba bien despierta y con sus pies bien plantados en el suelo —o puede que colgando, pero porque la silla era demasiado alta para su edad o su tamaño—, plenamente consciente de que su madre la llamaría en cualquier momento para que hiciese algún recado, o porque fuera la hora de comer; o porque tú le dijeses —si era domingo por la mañana; levantando la vista del libro de espiritismo que leías en voz alta mientras ella cosía— ve a mirar qué hora es y ella volvía diciendo la manecita corta está en el 3 y la larga en el 7. Y, dice, pensaba hoy recordando que era feliz entonces. Que al regresar del colegio, a medio día, se sentaba en uno de los sillones de oreja, el que estaba delante de aquella mesa adosada a la pared y con espejo que luego, siendo ya adolescente, sostuvo un par de jarrones imitación Sèvres y un reloj de bronce que nunca funcionó en condiciones, que, si alguna vez y por más que se le diera cuerda arrancaba, a los pocos minutos que trabajosamente había logrado avanzar se atascaba; pero el señor de la cristalería... Etiqueta: Admistiquios Categoría: Prosa
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About the creator
Escritora, porque la escritura es lo que profeso. Pero, no siendo la escritura mi fuente de ingresos, no me atrevería a denominarla mi profesión. No creo, por otra parte, que estuviera dispuesta a avenirme a complacer a nadie, lector o editor. Ni a comprometerme a cumplir los plazos de entrega a que deben ceñirse tantos de los que publican. Literatura por encargo, como si el escritor fuera un sastre o un fabricante de electrodomésticos. Me espanta el sólo pensarlo.
No tengo formación académica.
Ah, que se me olvidaba explicar a mis lectores, y a mis seguidores, y a mis amigos y enemigos, por qué "Telas de araña con bastón, canario y abanico"; y ello es por algo tan sencillo como el hecho de que la vida, todas las vidas, son exactamente una tela de araña, entretejiéndose, las unas con las otras.
He de confesar también que el título no se me ocurrió a mí; no. El título es el de un cuadro, grande, al óleo, que vi hace muchos años no recuerdo ya dónde en una exposición y en el que, aunque me dejé los ojos escrutándolo, no logré encontrar ni el bastón ni el canario ni el abanico y que, además y desafortunadamente, no recuerdo el nombre del autor.