No le importaba en absoluto si era, o no, la más bella del reino. Jamás le había preocupado eso. Si algo tuvo siempre claro, es que debía alejarse de quienes se autoproclamaban arcángeles de la virtud, apóstoles de la belleza o mensajeros de la razón. Que debía mantenerse lejos de quienes intentaban convencerla de que habían sido tocados por la mano de un dios omnisciente y que por ello habían sido elevados a habitar, a costa de otros, un universo existente en un plano superior, más cerca de la verdad. Ella siempre supo que eran estafadores de almas, apóstoles de una profecía que sabían que jamás se cumpliría. Quería alejarse del aire viciado y escapó. Quería, a toda costa, huir de las atmósferas irrespirables y de espejos falaces que mentían para no ser destruidos. Por eso emprendió viaje una madrugada, sin rumbo, discretamente, cuando en el interior reinaba el silencio, cuando ya nadie soñaba. Intentaba unirse a quienes no concebían otra manera de vivir que hacerlo en plenitud y creaban para ello primaveras diacrónicas, a destiempo y querían componer su propia banda sonora vital. Al encontrarlos sintió la emoción y el vértigo que provoca haber alcanzado el destino y se unió a ellos. Pronto se convirtieron en las mejores siete razones para quedarse, y lo hizo. Quiso viajar con ellos para siempre. Aún hoy recordaba sus primeros acordes.