Cuando la luna suspira
Dicen que la luna llora cuando el amor se apaga en la tierra. Nadie entiende su idioma de plata, pero las mareas escuchan su quejido y lo transforman en suspiros que van y vienen hasta encontrar a quienes aún aman en silencio.
En la orilla del mundo, una mujer de ojos estrellados esperaba a su amado. Había prometido volver antes de que la luna se vistiera de sombra, pero el tiempo, ese ladrón de promesas, le robó el camino. Cada noche lo buscaba entre las olas, temblando entre la bruma, mientras el reflejo lunar se quebraba sobre el agua como un espejo cansado.
Entonces la luna comenzó a llorar. Sus lágrimas caían en forma de luciérnagas dormidas sobre los mares, y donde rozaban el agua nacían flores de luz, breves como los recuerdos. La mujer, al verlas, comprendió que el cielo la amaba por compasión, que la noche misma acompañaba su espera.
Una de esas lágrimas cayó sobre su pecho, y con ella le llegó una voz. Era la voz de su amado, hecha de viento y distancia. Le dijo que el amor que no alcanza la carne despierta en la eternidad, que toda ausencia tiene un espejo en el alma del cosmos, y que él vivía ahora en la memoria del resplandor.
Desde entonces, cuando la luna tiembla y el mar huele a nostalgia, ella camina por la orilla dejando huellas que no se borran. Y los que la miran desde lejos dicen que a veces la luna sonríe... porque por fin alguien comprendió su llanto.
Epílogo
Dicen que cuando la luna llora, el amor recuerda su origen. En el silencio de las noches puras, ella sigue vertiendo su llanto sobre la tierra, no de tristeza, sino de ternura. Ya no llora por lo perdido, sino por lo eterno.
Cada lágrima que cae es una semilla de luz que florece en los corazones que han amado más allá del tiempo. Allí, donde la nostalgia se vuelve canto, su historia y la del amado se encuentran, fundidas en el resplandor que ninguna sombra apaga.
Se dice que si un amante mira al cielo en la hora azul y nota que la luna tiembla, puede oír un leve suspiro: es el eco de aquellos que supieron que el amor no muere, sino que asciende, transformado en claridad.
Así, en cada aurora, ella y la luna se confunden, y ya no se sabe si es el cielo quien llora o el amor quien ilumina.
Aimée Granado Oreña ©
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Tras el brillo del diamante
Decían que un diamante era la lágrima petrificada de una estrella, un destello que olvidó regresar al cielo. En los dedos del hombre resplandecía como una promesa, pero en el silencio del tiempo escondía una historia que sólo las almas antiguas sabían descifrar.
Fue tallado en las entrañas de la noche, donde la oscuridad aún recordaba sueños minerales. Cada faceta era un eco de lo que alguna vez fue: una chispa viva que quiso amar a la claridad y terminó cautiva entre las sombras. Allí nació su fulgor: no de pureza, sino de fractura, del pulso que sobrevive a la presión del abismo.
Al mirarlo, algunos veían fortuna; otros, la perfección. Pero quien miraba con los ojos del alma hallaba un abismo luminoso, un espejo de sus anhelos y heridas. Porque el diamante, decían los sabios de la luna, nunca brilla por sí mismo. Devuelve la luz que lo toca, la transforma, la hiere, la bendice y la entrega distinta.
Bajo su fulgor se ocultan verdades de fuego: promesas rotas, memorias sepultadas, pasiones que se resistieron a morir. En sus aristas duerme la nostalgia de la piedra que quiso ser lágrima nuevamente, y su resplandor no es más que el llanto del mundo disfrazado de belleza.
Quizás por eso, cuando alguien amaba con exceso, la piedra temblaba. Era el alma de la tierra presintiendo que el amor, como el diamante, guarda en su brillo la memoria secreta de la oscuridad.
Y así, entre manos humanas, seguía girando el destello eterno. Hermoso y misterioso, como si dentro de su luz habitara el suspiro de la noche que no se resignó a ser olvidado.
Epílogo
Dicen que quien contempla demasiado tiempo el diamante percibe su respiración. Late con una frecuencia antigua, casi maternal, como si el universo se recordara a sí mismo en su pulso silente. Allí, donde la perfección enceguece, el alma descubre lo invisible: que la verdadera luz no nace del fulgor, sino de la herida que aprendió a iluminarse por dentro.
Y entonces comprende… que cada diamante es sólo un corazón que aprendió a brillar desde su sombra.
Aimée Granado Oreña ©
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Con la gracia compartida
El aire huele a regreso,
y en la puerta un sueño espera,
la risa se hace quimera
en el sublime embeleso.
Del alma brota confeso
el amor, llama encendida,
que multiplica la vida,
bendice con el perdón
y abriga en cada rincón
con su almenara prendida.
La mesa aguarda en su historia,
con manteles de añoranza,
viste atuendo de esperanza
y revive la memoria.
Cada ausencia transitoria,
se hace abrazo en la nostalgia,
mientras florece la magia
que conspira con el sueño,
de lograr con fe y empeño
lo que la verdad no plagia.
Todo el tiempo se detiene
cuando el alma se reencuentra,
la ternura se concentra,
la voluntad se sostiene.
La alianza fiel se mantiene
la estrella guía el andar,
y en su brillo singular
la emoción se hace plegaria:
en su algazara diaria
con mucho amor para dar.
Vuelve a casa en Navidad,
ya la cena está servida
con la gracia compartida,
en espíritu y verdad.
Hay entusiasmo y bondad
trascendiendo cada anhelo,
mientras celeste un desvelo
se enternece en lo divino,
junto al revolar genuino
de algún ángel por el cielo.
Aimée Granado Oreña ©️
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En el solaz de Diciembre
Es lunes de pluma mágica
en este año cansado,
su tiempo se va agotando
mas no pierde la esperanza.
Su verdor nunca se acaba
y entre bosques de cipreses,
destella en amaneceres
junto al hálito del viento,
que conspira con el cielo
en el solaz de Diciembre.
Toda acción implica retos
pero somos vulnerables,
sin embargo desafiantes
enfrentamos nuestros miedos.
Nos alienta el universo
en su bregar eminente,
seguros y resilientes
a superar los tropiezos,
empoderando proyectos
con amor y sin dobleces.
Otra semana entre mieles
de versos y bellas prosas,
compartiendo nuestras notas
con tantos colegas fieles.
Es bueno llegó Diciembre
y otro año se avecina,
Dios permita que la lira
de nosotros no se aparte
y aportemos nuestro arte:
¡En prosas y en poesías!
Aimée Granado Oreña©
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Junto al Soñar que Trasciende
Inspiración placentera
que acompañas mi existencia,
eres caudal de mi esencia
y auténtica consejera.
Desbordante mensajera
que auspicias cada desvelo,
haces realidad mi anhelo
cuando entre versos me asilo,
junto al tintero intranquilo
que es cómplice en mi revuelo.
Escuchas la melodía
que luce su tesitura,
respaldando la aventura
que eclosiona en poesía.
Y así transcurre mi día
entre azares y embelesos,
con mis pasajes traviesos
alucinando horizontes,
entre palmeras y montes
y mis recuerdos confesos.
Aceptas el desafío
de la creación divina,
con la esperanza genuina
de llenar cada vacío.
Existir es cual estío
que reverdece armonioso,
con su poder prodigioso
junto al soñar que trasciende
y al universo sorprende
con su adagio milagroso.
Aimée Granado Oreña ©
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No digas nada, amor, que el silencio arde
cuando tu sombra roza mi cintura.
Hay un templo encendido en tu mirada
y una tormenta dulce que conjura.
Todo parece un sueño detenido,
una rosa oculta tras la niebla.
Tus manos, puentes del Edén divino
rozan mi piel y el clímax de mi hoguera.
En esta noche, el cielo nos espía,
mas nos entregamos en almena plena,
tus besos me seducen con su alquimia
despiertan dioses en mi piel que espera.
Genuino es lo que ansía la locura,
bendito el filo que en la carne danza;
rocío del amor, álveo que endulza:
¡El Cénit del idilio en su romanza!
Y cuando el alba rompa su distancia,
seguirás latiendo en mi temblor callado,
pues no hay pecado más puro que el deseo
cuando el amor trasciende lo pactado.
Aimée Granado Oreña ©️
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Tu piel, jardín de aurora florecida,
donde la luz en pétalos respira,
flor que en mis labios de pasión no expira:
el álveo de la entrega consentida.
Tu piel es fuego, es céfiro, es destino,
poción del alma: embriaga mi deseo,
remanso eterno, catarsis, devaneo,
orgásmico placer, intrépido y divino.
Vibra la esencia del pulso que palpita,
marea que se agita en su desvelo,
sensual lascivia fluyendo del anhelo
y el beso lento, sublime que se excita.
Oh piel, misterio que abraza cada espera,
edénico delirio de añoranza,
idilio que edulcora en su bonanza
el délfico solaz de tu ribera.
Caudal del frenesí mientras suspira
de gozo este desborde insospechado,
el Cénit nos bendice enamorado:
¡La hoguera de tu voz arde en mi pira!
Aimée Granado Oreña ©
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Sofía despertó cuando la luz temblorosa filtró su danza entre cortinas. Era una mañana distinta, pues sus ojos naufragaban en lo inadvertido: vapor que subía en espiral desde la taza de café, canto de gorrión en el alféizar, tibieza de las medias abrazando su piel—aquel roce dulce, memoria de caricia postergada, hilando la ternura de lo escondido.
En la calle, charcos luminosos bordaban el asfalto con espejos fijos tras la lluvia. Sofía tejía un universo con palabras escuetas, suspiros apacibles, sonrisas entregadas a la vecina. Era su modo de rendir homenaje a lo simple, pleno, donde el gesto callado funda reinos invisibles. Detuvo su andar junto a la panadería; el aroma del pan trajo la casa de antaño, las manos de la abuela amasando despacio—cada giro era ley secreta, rito sagrado que sostiene el mundo en equilibrio.
Sintió entonces la certeza: ninguna hazaña ruidosa explica el fulgor de lo mínimo. La vida, agitada, se alimenta de estos matices. No brillan en titulares, pero florecen, salvan días, devuelven esperanzas.
Al llegar la noche, Sofía caminó con lentitud reverente, queriendo guardar en sí todas las texturas y matices. Al apagar la luz, agradeció en silencio esas migas de eternidad, las verdaderamente grandes: el milagro que reside en lo ínfimo: ¡Esencia de la vida digna!
Epílogo
Aún después de que la luz se apagara y el silencio envolviera la casa, Sofía guardó consigo el rastro invisible de ese día. Las imágenes, los sabores y las voces pequeñas continúan latiendo en su memoria, tejieron un tapiz delicado que no se desvanece con el tiempo. Como un secreto susurrado entre las sombras, la presencia de lo mínimo sigue siendo un faro tenue que guía sus pasos.
En ese delicado equilibrio entre lo vivido y lo por venir, Sofía comprende que la vida no se mide en hechos grandiosos, sino en esos instantes suspendidos donde la ternura y la esperanza florecen sin ruido. No hay necesidad de nombrar cada uno, de revelar cada hilo; basta con sentirlos, con dejarlos habitar el alma como ecos eternos.
Así, la historia permanece abierta, suspendida en un suspiro, invitando a quien la lea a encontrarse con su propia magia cotidiana y a reconocer, en lo pequeño, el milagro de vivir.
Aimée Granado Oreña ©
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