Bajo la luna
Bajo la luna, el aire se detiene,
mi piel reclama el roce de tu fuego,
y en cada sombra el vértigo se adueña
del desvelo que plácida te entrego.
Tu voz me busca, vibra, se sostiene,
mi aliento arde en el límite del ruego,
y el tiempo osado en el solaz se empeña
cuando tu beso incendia mi sosiego.
No somos dos: la noche nos conjura,
la luna danza en ondas de locura,
y en su fulgor mi ser se te desnuda.
Eterno instante, llama compartida,
caricia azul, promesa sostenida,
latido y luz: mi piel, tu sed aguda.
En tu mirada el cosmos se revela;
y el universo en nuestros labios gira.
mientras la noche unge con su estela.
Aimée Granado Oreña ©
Gota de Rocío Azul
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Para sembrar palabras
Que el nuevo año me encuentre
con el alma abierta como un lirio al alba,
con las manos llenas de silencio fértil
para sembrar palabras que florezcan en otros.
Quiero que mi voz sea rocío,
descendiendo sin ruido sobre las heridas del tiempo,
que mi verso tenga alas que abracen desvelos,
y que la lluvia reconozca mi nombre
cuando purifique los sueños dormidos.
Deseo que cada estrella que nazca
lleve dentro el reflejo de un perdón
y que el viento, al pasar,
susurre los nombres de quienes he amado
para no olvidar que la memoria también bendice.
Si la noche viene con sombras,
que me halle con fe encendida,
porque la oscuridad sólo existe
para que la luz aprenda a cantar.
Que mis pasos sigan huellas de ternura,
y mi mirada sea espejo del Cielo,
donde cada lágrima se vuelva semilla
y cada verso… una plegaria azul.
Así, cuando el año despierte,
quiero ser un hilo de rocío entre mundos,
tejiendo con cada palabra:
la paz que los astros me dictan en secreto.
Aimée Granado Oreña ©️
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El jardín de las manos rotas (Cuento corto)
Había una vez un pequeño pueblo enclavado entre colinas, donde la tierra era dura y el viento barría los sueños que intentaban echar raíces. Allí vivía Tomás, un anciano jardinero conocido por sus manos deformadas por el tiempo y el trabajo. Sus dedos torcidos parecían ramas secas, pero de ellos brotaban las flores más hermosas del valle.
Los vecinos solían preguntarse cómo podía cultivar tanta belleza con manos tan desgastadas. Tomás sonreía y respondía:
—Las flores no nacen de la fuerza, sino del respeto con que se toca la tierra.
Un año, una gran sequía arrasó los campos. Las cosechas murieron, y muchos agricultores se marcharon en busca de mejores tierras. Sin embargo, Tomás se quedó. Cada día, al amanecer, cargaba su balde con el agua que lograba juntar del rocío y regaba su huerto, planta por planta, sin rendirse.
Un muchacho del pueblo, movido por la curiosidad, se acercó una mañana.
—¿Por qué sigue intentándolo, si el sol se traga todo? —preguntó.
Tomás suspiró y respondió con serenidad:
—Cuando uno cuida con amor lo poco que tiene, la vida siempre termina devolviendo algo más.
Pasaron los meses, y mientras el resto del valle seguía árido, en el jardín del anciano brotó una alfombra de flores. La gente regresó, atraída por el milagro. Tomás compartió semillas, consejos y esperanza; nunca pidió nada a cambio. Cuando la lluvia finalmente volvió, el pueblo entero floreció junto a su jardín.
Años después, cuando Tomás partió en paz, todos comprendieron el verdadero secreto de sus manos: no cultivaban sólo flores, sino gratitud y perseverancia.
Moraleja:
La resiliencia nace cuando el corazón humilde elige cuidar, aun en medio de la sequía. Lo que se siembra con amor, florece aunque el mundo parezca marchito.
Epílogo
En el ocaso, cuando la brisa acaricia el recuerdo y las flores centellean su tímido fulgor, el jardín de Tomás guarda un secreto de luz y paciencia. Cada pétalo respira el pulso de las dudas vencidas y los sueños recuperados. Las manos humildes, fecundas en pequeñas batallas, danzan ahora sobre la memoria de la tierra, colmando el aire de esperanza suave y callada.
Así, la resiliencia no se grita: se cultiva a diario, arropada por la ternura y el amor sincero. Y el humilde corazón, como la semilla en su silencio, atesora la promesa de que toda herida puede convertirse en flor.
Quien camina entre los senderos del jardín sabe que la grandeza no está en la perfección, sino en la fe puesta en cada intento. Porque, al final, lo que brota y permanece no es la victoria, sino el ejemplo noble de un corazón que jamás dejó de creer.
Aimée Granado Oreña ©️
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Como un cirio en la penumbra
El silencio me toca como un manto de eternidad. No es un vacío, sino una presencia callada que respira entre las grietas de mi alma. En su hondura se oculta un nombre que sólo los ángeles comprenden, un secreto que no se pronuncia porque vive más allá de la palabra. Allí, en el templo donde la voz cede su reino a la conciencia, el amor se hace llama secreta, luz sin boca, vibración que no se apaga.
Guardo tu presencia como quien cuida una oración que aún no ha sido escrita. Entre mis manos invisibles tiembla el calor de tu esencia, esa que no puedo tocar pero que me abraza desde adentro. Amar sin decirlo ha sido mi modo de creer; callar tu nombre, mi modo de adorarte. Porque hay amores que no necesitan del mundo: laten en lo escondido, maduran en lo sagrado, donde la ausencia se confunde con la fe.
A veces, cuando el alma pesa y la soledad se desborda, escucho un rumor antiguo, como si tu alma llamara a la mía desde otra esfera. No sé si viene del cielo o de mi deseo, pero su eco se disuelve en cada respiro, rozándome con la ternura de lo imposible. Entonces entiendo que el amor no se mide en presencias, sino en la intensidad con que el espíritu lo sostiene aún en medio del abismo.
Hay días en que mi sombra te busca y me sorprendo hablándote en silencio, como si mis pensamientos fueran plegarias destinadas a encontrarte. Otras veces, simplemente te sueño: llegas envuelto en brumas, como un símbolo celeste que se posa sobre mi pecho y convierte la herida en resplandor. Y cuando abro los ojos, sólo queda el aroma sutil de lo que no fue, pero que de algún modo sigue siendo.
Amar en el secreto es una forma de penitencia y de elevación. Es sostener la antorcha en medio de la niebla, sabiendo que nadie verá su fuego, pero que ese fuego salva. Es caminar entre sombras con los ojos cerrados y el alma encendida. Cada contradicción, la cercanía que hiere, la distancia que libera, la pasión que purifica, es parte de la alquimia del alma. En esa tensión mística, el amor se vuelve espejo de lo divino: dorado y oscuro a la vez, humano y celestial.
Y yo sigo aquí, en este silencio que no es ausencia sino comunión. He aprendido que el misterio no se resuelve: se contempla. Que el secreto no es cárcel, sino santuario. Que hay amores destinados a no pronunciarse jamás, porque su destino es brillar en lo invisible.
Así, entre lo que callo y lo que siento, mi alma se abre como un cirio en la penumbra. Y allí, en la frontera de la sombra y la luz, sigo amándote desde el silencio: ese jardín secreto donde Dios y el amor se miran sin palabras.
Aimée Granado Oreña ©
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Una estrella para Navidad (Cuento corto)
Dicen que el cielo, cada diciembre, se viste con hilos de esperanza.
Esa noche, Mara caminaba entre luceros dispersos como promesas caídas. El viento traía ecos de campanas antiguas, y en su pecho danzaba el anhelo de encontrar la estrella que su abuela le había mostrado en los cuentos: aquella que desciende solo cuando un alma pide con pureza.
El aire tenía perfume de infancia, miel y pan recién tostado.
Mara alzó la mirada; sus ojos se llenaron de infinito. Entonces, una chispa azul cruzó el firmamento como una lágrima del cielo. No cayó… descendió con la delicadeza de un suspiro divino, posándose en la palma de sus manos.
La estrella palpitaba. Era tibia, como si escondiera dentro el corazón del tiempo.
Mara comprendió que no miraba una luz del cielo, sino un fragmento de su propia fe.
En el silencio, escuchó una melodía suave: su madre cantando aquellas notas que sabían a rocío y promesa. Cada acorde era un pétalo, una bendición, un hilo de eternidad que unía los mundos.
Las lágrimas se transformaron en reflejos luminosos y el aire se llenó de alas invisibles.
La estrella habló sin voz, con el idioma más antiguo: el del alma. Le dijo que todo lo amado regresa, no en cuerpo, sino en destello. Que quien sueña con el corazón encendido no conoce la ausencia, porque el amor no se apaga… solo cambia de cielo.
Cuando el amanecer besó el tejado del pueblo, la estrella volvió a elevarse, dejando sobre la casa de Mara un resplandor azul que jamás se deshizo.
Desde entonces, cada Navidad, los niños aseguran ver una luz suspendida sobre su ventana. Y cuando sopla el viento y se escuchan villancicos entre los pinos, alguien canta desde muy lejos:
“La fe también es una forma de nacimiento.”
Aimée Granado Oreña ©
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Desde la sombra
Transformar el dolor en luz tardía,
fraguar tiempo y cincel mientras burila,
templar, desde la sombra, la pupila
que aprende a ver el mundo en armonía.
Dejar atrás la máscara vacía,
soltar del victimismo su argamasa
y hacer del polvo, templo de la casa
cual misión de forjar sabiduría.
Entonces, del naufragio de uno mismo,
renace un ser de máxima ternura,
que abraza lo que hiere, sin abismo,
y halla en la adversidad su arquitectura:
maestro de su propio catecismo,
que deja con su impronta su dulzura.
Sublime el artesano en su aventura
que impulsa con sapiencia suficiente
aquello que presume floreciente
en medio del dolor y la angostura,
Comprende con mesura
e impetra con ahínco y claridad:
¡Dispuesto a defender su libertad!
Aimée Granado Oreña ©
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Confieso entre susurros
Confieso entre susurros mi delirio,
mi afán de hallar en ti la paz perdida,
un verso que se enciende en cada herida,
cuando arde la ternura en el martirio.
Tu nombre es eco dulce del misterio,
conciencia de mi voz estremecida,
la tregua que rescata mi caída,
mi fe en el horizonte del cauterio.
Tú sabes lo que calla mi desvelo,
se eleva lo confeso hacia lo eterno,
la voz que ama se entrega en su destino,
y el alma se ilumina con tu fuego tierno.
No pido redención, sólo el consuelo
de oír cómo mi voz, desde lo tierno,
se entrega entre la sombra y el invierno,
buscando tu reflejo en el desvelo.
Me miras y se acalla mi temblor,
me nombras y florece mi universo,
renace la esperanza en cada verso,
mi vida se renueva en tu calor.
Si al fin me pierdo en tu mirada pura,
que el mundo se suspenda en ese instante,
será tu amor, mi senda más constante,
la herida y la cura de mi ternura.
Tu encanto seductor,
mi voz rendida al sol de tu presencia,
confiesa con pasión su vehemencia:
amarte fue mi eterno resplandor.
Aimée Granado Oreña ©
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Cuando la luna suspira
Dicen que la luna llora cuando el amor se apaga en la tierra. Nadie entiende su idioma de plata, pero las mareas escuchan su quejido y lo transforman en suspiros que van y vienen hasta encontrar a quienes aún aman en silencio.
En la orilla del mundo, una mujer de ojos estrellados esperaba a su amado. Había prometido volver antes de que la luna se vistiera de sombra, pero el tiempo, ese ladrón de promesas, le robó el camino. Cada noche lo buscaba entre las olas, temblando entre la bruma, mientras el reflejo lunar se quebraba sobre el agua como un espejo cansado.
Entonces la luna comenzó a llorar. Sus lágrimas caían en forma de luciérnagas dormidas sobre los mares, y donde rozaban el agua nacían flores de luz, breves como los recuerdos. La mujer, al verlas, comprendió que el cielo la amaba por compasión, que la noche misma acompañaba su espera.
Una de esas lágrimas cayó sobre su pecho, y con ella le llegó una voz. Era la voz de su amado, hecha de viento y distancia. Le dijo que el amor que no alcanza la carne despierta en la eternidad, que toda ausencia tiene un espejo en el alma del cosmos, y que él vivía ahora en la memoria del resplandor.
Desde entonces, cuando la luna tiembla y el mar huele a nostalgia, ella camina por la orilla dejando huellas que no se borran. Y los que la miran desde lejos dicen que a veces la luna sonríe... porque por fin alguien comprendió su llanto.
Epílogo
Dicen que cuando la luna llora, el amor recuerda su origen. En el silencio de las noches puras, ella sigue vertiendo su llanto sobre la tierra, no de tristeza, sino de ternura. Ya no llora por lo perdido, sino por lo eterno.
Cada lágrima que cae es una semilla de luz que florece en los corazones que han amado más allá del tiempo. Allí, donde la nostalgia se vuelve canto, su historia y la del amado se encuentran, fundidas en el resplandor que ninguna sombra apaga.
Se dice que si un amante mira al cielo en la hora azul y nota que la luna tiembla, puede oír un leve suspiro: es el eco de aquellos que supieron que el amor no muere, sino que asciende, transformado en claridad.
Así, en cada aurora, ella y la luna se confunden, y ya no se sabe si es el cielo quien llora o el amor quien ilumina.
Aimée Granado Oreña ©
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