Trapos y latas
04/19/2018 1804196621990
Trapos y latas Salí de la casa saltando el alambrado roto y desvencijado del fondo. Caminé con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Pateé una latita de conserva de tomates vacía y la miré cómo tropezaba con los terrones desprendidos de las huellas de los carros. Me senté bajo la sombra del algarrobo, a meditar, mirando hacia la laguna. Aunque no era exactamente “meditar” el término correcto, porque a la edad de entonces esa palabra no formaba parte de mi vocabulario. En realidad, en aquella circunstancia, trataba de saber cuál era el sentimiento que me atravesaba, y al ser escasa, todavía, la posibilidad intelectual con la cual contaba, mis pensamientos quedaron dando vueltas en un círculo interminable, y pasé horas con el ceño fruncido, apoyando los codos en las rodillas, observando los brotes de pasto, sin entender nada. Con los años supe que aquello en lo cual pensaba se llamaba vergüenza. Había llegado precedida de un agobio de melancolía y cuando esta emoción había cedido, quedé sumido en la tristeza como el condenado por un delito absurdo señalado por el destino. Y el origen de todo fueron los trapos y las latas: esos objetos cercanos que aludían a otro vocablo más crudo que siempre evitaba pronunciar. Recordé una vez más el episodio, aunque no lo deseaba. La conciencia de mi universo infantil quería abandonar en el olvido al objeto de mi pesadumbre. Nunca lo había podido compartir con nadie, excepto con el silencio, sentado y apoyando la espalda contra el tronco del algarrobo. Me refiero a lo que sentí aquella noche que llegué tarde a mi casa. Estaba a oscuras. Ya habían apagado las velas. Me había demorado charlando con los chicos en el baldío de la esquina. Entré apurado y me fui a acostar. Mi padre, mi madre, yo, y mi hermano mayor, así en ese orden, dormíamos apretados, en un único colchón sobre dos camas. Me quité la ropa y tratando de no molestar, busqué mi espacio debajo de las sábanas. Tenía seis años recién cumplidos y había estado jugando a la pelota en el baldío de la otra cuadra. El cansancio me hizo dormir enseguida. Muy pronto empecé a soñar con Mariana, la vecina de enfrente. Sus cabellos me acariciaban el cuello cuando aparecieron aquellos pájaros enormes con alas de metal. Tenían picos largos y aleteaban en las copas altas de los árboles, peleando por un lugar entre las ramas. Eran muchos. Quería espantarlos, pero mis manos no me obedecían. La voz de seda de Mariana se desvanecía hasta agotarse por completo. Supe entonces que el sueño se había disipado. Me había despertado la voz ronca de mi viejo y yo me resistía a abrir los ojos. Apretaba con fuerza los párpados, pero no podía dejar de escuchar los susurros entrecortados de mi madre que perforaban el silencio en la oscuridad de la
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Title Trapos y latas
Identifier 1804196621990
Entry date Apr 19, 2018 11:40 PM UTC
Trapos y latas Salí de la casa saltando el alambrado roto y desvencijado del fondo. Caminé con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Pateé una latita de conserva de tomates vacía y la miré cómo tropezaba con los terrones desprendidos de las huellas de los carros. Me senté bajo la sombra del algarrobo, a meditar, mirando hacia la laguna. Aunque no era exactamente “meditar” el término correcto, porque a la edad de entonces esa palabra no formaba parte de mi vocabulario. En realidad, en aquella circunstancia, trataba de saber cuál era el sentimiento que me atravesaba, y al ser escasa, todavía, la posibilidad intelectual con la cual contaba, mis pensamientos quedaron dando vueltas en un círculo interminable, y pasé horas con el ceño fruncido, apoyando los codos en las rodillas, observando los brotes de pasto, sin entender nada. Con los años supe que aquello en lo cual pensaba se llamaba vergüenza. Había llegado precedida de un agobio de melancolía y cuando esta emoción había cedido, quedé sumido en la tristeza como el condenado por un delito absurdo señalado por el destino. Y el origen de todo fueron los trapos y las latas: esos objetos cercanos que aludían a otro vocablo más crudo que siempre evitaba pronunciar. Recordé una vez más el episodio, aunque no lo deseaba. La conciencia de mi universo infantil quería abandonar en el olvido al objeto de mi pesadumbre. Nunca lo había podido compartir con nadie, excepto con el silencio, sentado y apoyando la espalda contra el tronco del algarrobo. Me refiero a lo que sentí aquella noche que llegué tarde a mi casa. Estaba a oscuras. Ya habían apagado las velas. Me había demorado charlando con los chicos en el baldío de la esquina. Entré apurado y me fui a acostar. Mi padre, mi madre, yo, y mi hermano mayor, así en ese orden, dormíamos apretados, en un único colchón sobre dos camas. Me quité la ropa y tratando de no molestar, busqué mi espacio debajo de las sábanas. Tenía seis años recién cumplidos y había estado jugando a la pelota en el baldío de la otra cuadra. El cansancio me hizo dormir enseguida. Muy pronto empecé a soñar con Mariana, la vecina de enfrente. Sus cabellos me acariciaban el cuello cuando aparecieron aquellos pájaros enormes con alas de metal. Tenían picos largos y aleteaban en las copas altas de los árboles, peleando por un lugar entre las ramas. Eran muchos. Quería espantarlos, pero mis manos no me obedecían. La voz de seda de Mariana se desvanecía hasta agotarse por completo. Supe entonces que el sueño se había disipado. Me había despertado la voz ronca de mi viejo y yo me resistía a abrir los ojos. Apretaba con fuerza los párpados, pero no podía dejar de escuchar los susurros entrecortados de mi madre que perforaban el silencio en la oscuridad de la
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Trapos y latas Salí de la casa saltando el alambrado roto y desvencijado del fondo. Caminé con la cabeza baja y las manos en los bolsillos. Pateé una latita de conserva de tomates vacía y la miré cómo tropezaba con los terrones desprendidos de las huellas de los carros. Me senté bajo la sombra del algarrobo, a meditar, mirando hacia la laguna. Aunque no era exactamente “meditar” el término correcto, porque a la edad de entonces esa palabra no formaba parte de mi vocabulario. En realidad, en aquella circunstancia, trataba de saber cuál era el sentimiento que me atravesaba, y al ser escasa, todavía, la posibilidad intelectual con la cual contaba, mis pensamientos quedaron dando vueltas en un círculo interminable, y pasé horas con el ceño fruncido, apoyando los codos en las rodillas, observando los brotes de pasto, sin entender nada. Con los años supe que aquello en lo cual pensaba se llamaba vergüenza. Había llegado precedida de un agobio de melancolía y cuando esta emoción había cedido, quedé sumido en la tristeza como el condenado por un delito absurdo señalado por el destino. Y el origen de todo fueron los trapos y las latas: esos objetos cercanos que aludían a otro vocablo más crudo que siempre evitaba pronunciar. Recordé una vez más el episodio, aunque no lo deseaba. La conciencia de mi universo infantil quería abandonar en el olvido al objeto de mi pesadumbre. Nunca lo había podido compartir con nadie, excepto con el silencio, sentado y apoyando la espalda contra el tronco del algarrobo. Me refiero a lo que sentí aquella noche que llegué tarde a mi casa. Estaba a oscuras. Ya habían apagado las velas. Me había demorado charlando con los chicos en el baldío de la esquina. Entré apurado y me fui a acostar. Mi padre, mi madre, yo, y mi hermano mayor, así en ese orden, dormíamos apretados, en un único colchón sobre dos camas. Me quité la ropa y tratando de no molestar, busqué mi espacio debajo de las sábanas. Tenía seis años recién cumplidos y había estado jugando a la pelota en el baldío de la otra cuadra. El cansancio me hizo dormir enseguida. Muy pronto empecé a soñar con Mariana, la vecina de enfrente. Sus cabellos me acariciaban el cuello cuando aparecieron aquellos pájaros enormes con alas de metal. Tenían picos largos y aleteaban en las copas altas de los árboles, peleando por un lugar entre las ramas. Eran muchos. Quería espantarlos, pero mis manos no me obedecían. La voz de seda de Mariana se desvanecía hasta agotarse por completo. Supe entonces que el sueño se había disipado. Me había despertado la voz ronca de mi viejo y yo me resistía a abrir los ojos. Apretaba con fuerza los párpados, pero no podía dejar de escuchar los susurros entrecortados de mi madre que perforaban el silencio en la oscuridad de la
Work type Narrative, Essay
Tags cuentos, relatos
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Identifier 1804196621990
Entry date Apr 19, 2018 11:40 PM UTC
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Author. Holder Raúl Ariel Victoriano. Date Apr 19, 2018.
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